Se buscan dirigentes radicalizados

Tras la marcha convocada por la CONFECh el jueves, una vez más hemos terminado el día sin hablar de educación, sino que de violencia. Me imagino que, aparte de quienes sufren directamente los daños causados por los disturbios, esta situación debe frustrar enormemente a miles de estudiantes que quieren que la movilización social les ayude a ser oídos, y ven que la acción de unos pocos les impide eso cada vez más.

Pero ¿son unos pocos? Quienes ejercen la violencia física destruyendo calles, pequeños negocios, o llegando incluso a acabar con la vida de personas: sí. Por supuesto que son una ínfima minoría y con seguridad nada entienden ni les importa la educación. Son delincuentes que bien podrían haber actuado en otro contexto, presentadas las circunstancias. Quienes tienen un rechazo claro y categórico con toda violencia como estrategia para la conquista social, no está tan claro.

Bien sabemos, a propósito de las campañas de sensibilización contra otras violencias, como el machismo, que ésta es un continuo, donde solo en su expresión más extrema mata o agrede físicamente. Pero la violencia estudiantil no es sólo física, comienza mucho antes y mucho más sutilmente.

Es el amedrentamiento en las asambleas a quien piensa distinto, el lenguaje agresivo que muchos dirigentes eligen, y la condescendencia con actos violentos e irrespetuosos que muchos tal vez no harían pero que están dispuestos a callar. Para muchos siempre habrá otra violencia que justifique la reacción, por ejemplo en nuestras estructuras económicas, políticas o simbólicas.

Y así se va aportando lo propio a una espiral que va creciendo. Los líderes estudiantiles, del nivel que sean, deberían tener un compromiso férreo con promover una cultura de respeto, diálogo y democracia, y condenar sin adornos o matices lo que va en sentido contrario. Curiosamente hoy esto pareciera requerir un coraje bastante escaso de encontrar.

La buena noticia es que no hay que elegir. Se pueden condenar los actos de violencia epidérmicos –me rehúso a creer que hay gente que dadas sus circunstancias no puede actuar de otro modo– y a la vez la violencia profunda de nuestras instituciones. Pero nuestro modo de lucha contra un sistema injusto dice mucho de quienes somos.

Además de injusta, la violencia resulta altamente inefectiva la gran mayoría del tiempo. No logro recordar algo perdurable de nuestro pasado republicano que se haya ganado por la fuerza. Quienes conquistaron derechos para los trabajadores a comienzos del siglo XX fueron más bien víctimas que victimarios, y lograron su cometido con movilización social y expresiones políticas que recogieron sus demandas.

La tiranía de Pinochet fue derrotada también por la movilización social y política, la creatividad y la no violencia activa, concepto interesante que hoy parece olvidado, pero que fue fundamental en nuestra historia y la del mundo. Asimismo, el relativo éxito de la Dictadura estuvo menos en sus leyes de amarre, que poco a poco hemos ido desamarrando, y más en la conquista cultural que constituye que buena parte de los dirigentes, en su vida, hechos y opiniones políticas se comporten como individualistas y neoliberales.

Pero el movimiento estudiantil tuvo un pasado cercano del cual aprender, y que en buena medida logró que hoy hayan avances en cuanto a los mecanismos de acceso de la educación superior, derogación de las normas que impedían la participación estudiantil en el gobierno universitario, que haya gratuidad para el 50%, y que prontamente estemos discutiendo una ley marco de la materia. Es el 2011.

Para quienes fuimos dirigentes estudiantiles ese año decir que todo pasado fue mejor puede ser una tentación pero, además de odioso y falso, es ridículo considerando que ha pasado solo un lustro.

No obstante hay muchas lecciones que el movimiento de ese año, que se empinaba sobre el 80% de apoyo ciudadano en las encuestas. Una de las reflexiones que tuvimos en la FEUC de ese año, liderada por el hoy diputado Giorgio Jackson y donde trabajamos varias personas que después tomamos caminos políticos diversos, y que nos marcó, fue sobre el sentido de la demanda por radicalizar el movimiento. Muchos en aquel entonces apelaban a esto, al igual que hoy lo hacen voceros del CONFECh y ACES. Nos gustaba entender esta palabra, “radical”, no como endurecimiento de las movilizaciones o la violencia, sino que volviendo a su etimología que viene de “radix”, palabra latina para “raíz”.

En efecto, bien haría el movimiento estudiantil en “ir a la raíz” de los problemas de la educación. Esto requiere estudiar seriamente el origen de los problemas, poner ideas claras, y tener una estrategia para que estas logren tener una viabilidad más allá de las buenas intenciones. La política en último término de eso: salvar la ciudad y no el alma. Mejorarle la vida a los compañeros y no solo adoptar un discurso para ser reconocido como el más duro, leído u ortodoxo.

Pero también se requiere movilización social masiva, no sólo de quienes van a marchar, sino que de las conciencias. El éxito más radical de 2011 fue traer de vuelta la política al almuerzo familiar. Iniciativas que suenan ridículas hoy, como la Besatón, el Genkidama por la Educación o las 1.800 horas corriendo alrededor de la Moneda pueden ser mucho más efectivas a la hora de despertar la atención ciudadana que las gastadas y poco originales fórmulas que hoy predominan. Tal vez hay que volver a mirar lo bueno que hubo, aprendiendo también de los errores.

En definitiva, necesitamos dirigentes más radicalizados, que condenen la violencia desde su raíz y también en sus ramificaciones superficiales (que son parte del mismo árbol); que vayan a la raíz de los problemas de la educación con preparación y que en su estrategia para una movilización amplia de conciencias vayan a la raíz de la apatía y la atomización social, condición necesaria para revertirlas. La discusión sobre Educación Superior y el país mucho se beneficiarían.

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