¿Tiene sentido hablar de Inclusión en una educación superior selectiva?

En estos días en Chile hablar de inclusión en la universidad es algo cotidiano. Sin embargo, en general se accede a ella mediante un proceso de selección. ¿Tiene sentido entonces hablar de Inclusión en este contexto? La respuesta debe ser positiva al menos por estas cinco razones:

  1. La inclusión permite que la riqueza de la diversidad se manifieste beneficiando a todas y todos los integrantes de la comunidad universitaria y en particular al proceso formativo
  2. Como señalara insistentemente Francisco Javier Gil, gran promotor de la equidad e inclusión en educación superior en Chile, "los talentos están igualmente distribuidos entre ricos y pobres, entre hombres y mujeres, en todas las etnias y culturas", a no ser que alguien crea que nacer en un lugar o en una familia determinada es un mérito
  3. Aunque pocos los saben, la educación superior es también uno de los derechos humanos definidos en la Declaración Universal en su Artículo 26, hace ya más de 75 años
  4. La evidencia muestra que las pruebas de selección, a pesar de importantes mejoras que se han implementado en los últimos años, tienden a presentar sesgos, en especial económicos, y puntos ciegos que dificultan el acceso en un marco de equidad para todo el estudiantado
  5. La inclusión, para ser reflejo de una verdadera equidad, debe ir más allá del acceso y materializarse en acciones que contribuyan a la permanencia, participación y logro académico, y eso se debe intencionar

En este contexto, es esperanzador el que hoy, a diferencia de lo que ocurría hace solo 10 años, sean múltiples las investigaciones, experiencias, buenas prácticas e inclusive normativas, sobre la inclusión en educación superior en Chile, y muchas de ellas alimentan esta columna. Y felizmente, las cifras evidencian que el estudiantado universitario es cada vez más amplio, diverso y representativo de la riqueza de nuestra sociedad. Revisemos brevemente algunos ejemplos de estos avances.

En cuanto a inclusión desde una perspectiva socioeconómica, el Programa de Acceso a la Educación Superior (PACE) es una exitosa política pública, ampliamente estudiada y documentada, que este año cumple una década. Hoy trabaja con más de 117.000 jóvenes de enseñanza media, y ha permitido el acceso a la universidad de más de 40.000 jóvenes talentosos, beneficiando especialmente a mujeres y estudiantes de liceos técnicos. Por ello es de esperar, no solo que la nueva ley de presupuesto permita retomar el crecimiento de esta política ya impulsada por tres gobiernos, sino que prontamente ésta pueda contar con un marco legal propio.

En el ámbito de la discapacidad y otras condiciones, a partir del año 2017 es posible solicitar al DEMRE ajustes razonables para rendir la PAES, sin disminuir su exigencia, pasando de 431 casos el 2018 a 10.849 para la admisión 2024 (un aumento de 25 veces). Lo que felizmente se ha traducido en un crecimiento constante y significativo de estudiantes de estos colectivos que hoy acceden vía admisión regular.

En el ámbito de la interculturalidad y la presencia de pueblos originarios, cada vez más universidades cuentan con iniciativas focalizadas, y diversos programas de acceso inclusivo vinculados a lo socioeconómico y a la ampliación de oportunidades, como PACE y Propedéutico, han contribuido a aumentar su presencia a nivel universitario, llegando en algunas universidades de La Araucanía a representar cerca de un tercio de su matrícula de pregrado.

Por otra parte, en la última década también hemos sido testigos de la implementación de importantes modificaciones globales en el funcionamiento del sistema, tales como la gratuidad, el Puntaje Ranking, la eliminación del AFI, la ley de Educación Superior, un nuevo criterio de acreditación institucional de la CNA en este ámbito, y la propia llegada de la PAES, definida ahora como "prueba de acceso", más que de selección. Instancias que sin duda han contribuido al desarrollo de una universidad más inclusiva, diversa y equitativa.

Sin embargo, la experiencia y las investigaciones muestran que la inclusión se debe seguir promoviendo en forma intencionada y permanente, pues ésta supone cambios culturales, institucionales y personales, sin los cuales las manifestaciones de uniformidad, exclusión e inequidad vuelven a surgir. Por ello, es imprescindible continuar profundizando este proceso de transformación y aumentar aún más la presencia, participación, permanencia y logro de grupos subrepresentados, que muchas veces ven vulnerado su derecho a la educación superior.

Lo anterior requiere, entre otras cosas, que los procesos de selección, ya sean a nivel nacional o de cada institución, sean capaces de identificar, en forma diversificada y creativa, no solo a través de una prueba, a aquellos estudiantes que presenten proyección académica, independientemente de las oportunidades a las que han tenido acceso en su educación escolar. Del mismo modo, es necesario estar atentos a nuevas áreas de inclusión, antes poco consideradas, como la de estudiantes migrantes, o aquellas vinculadas a roles que deben cumplir, como tener a su cargo el cuidado de otros (estudiantes madres y padres, etc.) o trabajar, dificultando en especial la permanencia y logro académico. Por ello, es necesario también, ir más allá de los indicadores tradicionales del sistema, que por definición supone a sus estudiantes jornada completa, pasando, por ejemplo, a indicadores indexados a la inclusión, al índice de vulnerabilidad escolar (IVE) de los establecimientos de origen, o diferenciados para estudiantes jornada completa de los que no lo son, de modo que no se castiguen los esfuerzos de inclusión, sino que, por el contrario, haya incentivos para realizarlos.

En este marco, seguir impulsando la equidad, inclusión y diversidad en educación superior es, no solo un deber ético para las universidades, sino también un componente sustancial de su calidad formativa, y una contribución fundamental al país, dado su aporte a la tan necesaria y esquiva cohesión social.

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