Durante mucho tiempo, la educación estuvo asociada a una trayectoria lineal: infancia en la escuela, juventud en la universidad, adultez en el trabajo. Hoy, esa secuencia resulta cada vez más obsoleta. En Chile, como en muchas otras partes del mundo, la educación se ha expandido más allá de sus tiempos tradicionales. En efecto, según estadísticas del Sistema de Información en Educación Superior, la matrícula de pregrado ha crecido sostenidamente en la mayoría de rangos de edad de estudiantes no tradicionales. Entre 2015 y 2024, el número de estudiantes de pregrado de las universidades entre 30 y 34 años pasó de 31.028 a 31.409. En el grupo de 35 a 39 años, el crecimiento fue más importante: de 14.749 a 18.655. Finalmente, los estudiantes de 40 años o más aumentaron de 15.151 a 23.188.
Este fenómeno es aún más evidente en la educación no universitaria. En los centros de formación técnica, la matrícula de estudiantes de 30 a 34 años aumentó de 11.744 en 2015 a 13.996 en 2024, mientras que en el grupo de 35 a 39 años creció de 6.159 a 9.989. El incremento más significativo se dio en los estudiantes de 40 años o más, cuyo número pasó de 6.611 a 15.275. De manera similar, en los institutos profesionales, la matrícula en el rango de 30 a 34 años subió de 37.543 a 54.023, en el de 35 a 39 años de 18.885 a 40.299, y en el grupo de 40 años o más de 19.076 a 27.690. Estas cifras evidencian la creciente tendencia de la educación como un proceso continuo que abarca todas las etapas de la vida.
Las razones de este cambio son múltiples, pero hay dos que resultan fundamentales. Por una parte, las credenciales se han convertido en una inversión obligatoria en el mercado laboral. Los títulos, certificados y especializaciones han dejado de ser una ventaja competitiva para volverse requisitos mínimos en muchas áreas. Si bien las credenciales educativas no necesariamente aseguran conseguir empleo, sin ellas es hoy mucho más difícil. Por otra, quizá más importante, las trayectorias de vida se han flexibilizado. La idea de que hay una única edad para estudiar se ha desdibujado, afortunadamente, y las personas entran y salen del sistema educativo según sus circunstancias, sin que esto sea visto negativamente. Por el contrario, esto es visto como algo positivo, un logro: un esfuerzo de perseverancia.
Este cambio representa un desafío estructural para todo el sistema de educación superior. Las instituciones, en particular, deben integrar dinámicas de aprendizaje continuo y responder a recorridos cada vez más flexibles. Esto implica un cambio importante: de instituciones centradas en un tipo ideal de estudiante a organizaciones que acompañan trayectorias educativas a lo largo de toda la vida, asumiendo su heterogeneidad. Aquí, por supuesto, no se trata solamente de sumar cursos virtuales o programas de capacitación para adultos, sino de redefinir la relación entre docencia superior, experiencia y trabajo en un contexto donde la formación ya no es un evento aislado, sino un proceso permanente. Desde esta perspectiva, los sistemas de educación superior no pueden ya pensarse como compartimientos estancos, experiencias temporales delimitadas de una vez y para siempre, sino como redes donde las personas se incluyen y excluyen, contingentemente, siguiendo sus trayectorias. Más una red que un sistema tradicional.
Democratización de la participación es en este marco el concepto clave. Las instituciones de educación superior, como cualquier organización, construyen una imagen de su público objetivo y, en función de aquella, toman decisiones. Así, las instituciones ajustan sus programas y servicios para atraer a determinados perfiles de estudiantes, considerando factores asumidos internamente como su capital cultural, sus expectativas laborales y su disposición a invertir en educación. Dicha imagen influye luego en las decisiones sobre su docencia. En el contexto actual, sin embargo, lo necesario es cuestionar esta imagen, analizando hasta qué punto representa todavía (o no) un estudiante ideal de cierta edad.
Las instituciones de educación superior desde sus orígenes han remarcado su adaptabilidad: la resiliencia forma parte central de su autocomprensión. El aumento de la edad de los estudiantes es en este contexto solo una nueva expresión de un fenómeno más amplio: el conocimiento ya no se adquiere de una vez y para siempre, sino que demanda actualización constante y, quizá más importante aún, ser validado externamente como tal. Con todo, las instituciones de educación superior y, especialmente, las universidades siguen operando con estructuras diseñadas para un modelo tradicional, centrado en jóvenes que cursan estudios a tiempo completo. Adaptarse a este escenario exige transformar las lógicas institucionales que aún presuponen trayectorias homogéneas. Si la educación superior se ha convertido en un proceso continuo, sus instituciones deben asumir un rol distinto: ya no solo como el punto de partida de una carrera, sino como espacios que acompañan el aprendizaje a lo largo de la vida, integrando saberes previos, reconociendo experiencias y articulando nuevas formas de formación que respondan a necesidades cambiantes. El desafío no es menor: supone abandonar la idea de una educación delimitada por edades y construir, en su lugar, organizaciones de educación superior atentas a las expectativas de cada uno de sus estudiantes.
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