En América Latina, con el auge del neoliberalismo, hemos caracterizado a nuestras sociedades como individualistas, en la lógica del “sálvese quien pueda” y del “rascarse con las propias uñas”. Claro, no se trata de individuos producidos por las instituciones ni de individuos productores de instituciones, como en la tradición europea, sino que de individuos-emprendedores, en los que las destrezas personales y las relaciones interpersonales son decisivas, tal como plantean los análisis de Araujo y Martuccelli.
En Chile y nuestra región, más que las instituciones (brillantes por ausencia como soporte y enceguecedoras por presencia como represión), son las redes interpersonales y las redes comunitarias las que han servido de soporte ante las emergencias y la necesidad. Más que la caja de mercadería entregada por el gobierno de turno, ha sido la olla común y el comedor solidario, el préstamo sin plazo y el fiado cotidiano, el “necesita algo vecina” y el “cuando pueda me lo devuelve”.
Es cierto que el neoliberalismo-individualista-emprendedor ha hecho su trabajo para quitar terreno a esta solidaridad comunitaria en nuestras conciencias y en nuestras prácticas, pero también, a la fuerza de las crisis, ésta sabe emerger y resituarse como aquella red que por delgada que llegue a ser, vuelve a convertirse en el último y muchas veces único salvavidas.
En estos tiempos donde el debate público ha vuelto a poner en los titulares al hambre, al hacinamiento y la enfermedad, con morbo a veces, es también el momento del florecimiento de prácticas solidarias de todo tipo.
Las ollas comunes, práctica y símbolo por excelencia de la necesidad y de la solidaridad más profundas, se han desplegado en los territorios populares, interpelando a todos y sumándose a aquellas otras acciones comunes de los “tiempos normales”: rifas, bingos, mingas de apoyo mutuo.
En edificios de clase media también han surgido iniciativas de ayuda diversas: campañas para donar alimentos a familias de campamentos, donaciones de “pack energéticos” y mensajes de ánimo para funcionarios de la salud que cumplen turnos extenuantes en los hospitales, iniciativas de recaudación de fondos para apoyar a personas que lo requieren.
Y también el apoyo no monetario, la pregunta por si alguien necesita algo cuando se va al supermercado, el ofrecimiento de apoyar en un arreglo casero de una llave mala o de una instalación, la invitación a poner vacunas a quienes necesiten…
Los ejemplos son muchos y aprietan el corazón, porque puede que no ocurra en todos lados, pero no son casos aislados, y si en algunas partes “ha sido siempre así”, en muchas otras se fue perdiendo con el tiempo, hasta llegar a una normalidad donde no conocías a los vecinos, menos les preguntabas si necesitaban algo y menos los ayudabas. Hoy florece la solidaridad, cultivémosla y no la olvidemos. Es algo bueno entre tanto desastre.
Raymond Rambert, el periodista que visita la ciudad que sería devorada por la enfermedad en La Peste de Camus, dedica incansables esfuerzos por encontrar la manera de huir y viajar a encontrarse con su novia. Sin embargo, cuando al fin tiene la oportunidad, decide quedarse ayudando a los médicos, pues, dice, “se sentiría avergonzado de sí mismo si persigue una felicidad meramente privada, la peste es asunto de todos”.
El coronavirus, la desigualdad, la discriminación y la precariedad son asunto de todos, y la posibilidad de contrarrestar los embates de una lógica que buscará aprovechar la crisis sanitaria para profundizarlas (automatización de empleos, inversión moderada, recortes de gasto) está a la vuelta de la esquina. Quizás podamos avanzar en traspasar algo de las lógicas de la solidaridad comunitaria a esas instituciones que tan lejos suelen estar de las personas, pero no ya desde la necesidad, sino que desde la dignidad, los derechos y el bienestar común. Quizás en el marco del proceso constituyente logremos perfilar una institucionalidad pública que promueva la dignidad, la integridad y el bienestar de una sociedad que necesita de todo ello.
“Solo el pueblo ayuda al pueblo” es una consigna hermosa y profunda, pero es el reflejo telúrico de una sociedad fracturada y de la erosión enorme de los principios fundamentales en las élites dirigentes.
¿Podremos despertar en un país mejor, más cohesionado en los próximos años? Muchos se esfuerzan día a día para construirlo, con sus familias, con sus comunidades y también con extraños lejanos e invisibles. Que estas prácticas surgidas en días aciagos no se debiliten, que perduren fortalecidas y que aporten a un país mejor, porque es necesario y porque es bueno.
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