No es que nos encontremos insertos en una enfermedad específica, que ha conducido a muchos al ostracismo y a otros que, por su trabajo, se encuentren en constante peligro de contagio al tener que salir de sus casas, sino que la especie humana es una especie enferma.
No es que se nos haya privado de salud, de un momento a otro, es que es la misma idea de aquello que sea la “salud” o el ser “saludable”, es lo que se ha puesto en entredicho. Este es, o debería ser, el planteamiento principal de la bioética.
Sin duda que los problemas con el que esta disciplina se ha caracterizado casi desde sus inicios son fundamentales, vinculados a los extremos en los que acontece la vida, entre el nacimiento y la muerte.
Sin embargo, la riqueza de esta disciplina no descansa únicamente en estos dos momentos sino, tal como su neologismo lo señala, es en el “entre” que existe en estos extremos: lo que importa o, al menos, debería importarle a la bioética, es la vida que se mueve entre estos dos puntos que la mantienen en tensión.
Y esto dicho con la mayor elocuencia en estos tiempos que corren, cuando la tensión se ha vuelto extrema es cuando reluce más el carácter ético que debe verse asociado a la vida, pues es donde más aparecen enfrentados fenómenos que le son asociados.
La vida no es un encuentro cara a cara entre el nacimiento y la muerte, estos aparecen, ciertamente, como los dadores de sentido de la vida (una vida sin fin no goza ni sufre, como bien lo puede constatar Dorian Gray), sin embargo, los verdaderos problemas éticos surgen en ella y por ella, no en sus márgenes.
En momentos como los presentes, cuando un virus, que en sus inicios en nuestro continente pareció manifestarse como ABC-1 (y ha mostrado, en más de un caso, la peor conciencia de esta clase), hoy escapa de esta clasificación y va señalando, paso a paso, la precariedad de nuestra sociedad.
Grupos religiosos que esperan que su fe se encuentre por encima de una enfermedad “humana”; problemas de violencia intrafamiliar, que han mostrado que, como ha sostenido Judith Butler, el hogar muchas veces no es el lugar más seguro de las personas; problemas de abastecimiento de agua, donde, como han demostrado estudios, en nuestro país más de 350 mil personas no tienen acceso a agua potable (cuando la propaganda del ministerio de Salud es a lavarse con abundante agua); entre muchas problemáticas asociadas.
La relación entre una vida política y una vida animal, se vuelve muy estrecha para unos y muy distanciada para otros.
Aún no se han visto las nefastas consecuencias cuando este virus se extienda por regiones categorizadas como el tercer mundo, aunque algo ya se ha podido vislumbrar con lo que está pasando en Guayaquil, dentro de nuestro continente.
Y el asunto no es un problema comparativo, o un record que hay que marcar y ganar, como han pretendido señalar presidentes como el de Argentina y nuestros políticos (incluyendo, claro, nuestro presidente), que más que centrarse en el problema real, buscan diferenciarse y ganar una competencia.
En este sentido, y viendo cada uno de los problemas sociales con los que se presenta el COVID-19, la bioética no sólo debe presentarse como una disciplina aplicada a los profesionales de la salud (cuál es el límite de exposición al virus, o en cómo se debe atender a los pacientes, qué calidad de atención se les debe dar, entre otros problemas) sino a cómo la sociedad se relaciona con la enfermedad.
Pues la relación, por cierto, muy estrecha, en el que la sociedad se encuentra cada día, no hace que la muerte sea un hecho aislado.
No solo el individuo convive con la muerte y con sus fenómenos asociados, también es un hecho concreto que se encuentra en la sociedad: ha estado presente en todos estos meses, desde cuando se han vulnerado los derechos humanos, tras el sistemático abuso de violencia que se ha hecho manifiesto, una y otra vez, por parte de las fuerzas coercitivas del Estado.
La muerte nos ha rondado en los últimos meses: primero, bajo una presentación política, luego, biológica.
Cada uno de estos fenómenos muestran como la bioética tiene que salir del reducto burgués que la intenta apresar, intentando convertirla en una disciplina del individuo, enfrentada siempre a casos en los que vale la decisión moral de dos personas (uno activo, el médico; otro pasivo, el paciente y/o la familia).
En contra, la bioética contiene, en lo fundamental, un valor social y cívico, debe llevar el problema de la decisión moral más allá de una posición individual, para vincularla a los problemas sociales.
Propiamente, establecer un estrecho lugar de participación entre los individuos que componen la sociedad entendiendo en ella su dimensión vital y, como tal, bajo la susceptibilidad de comprenderla como un ente enfermo.
Como bien lo entendía Nietzsche, no es pensar a la sociedad y al propio individuo como pasajeramente enfermo (el constante llamado a que de esto “saldremos adelante”) sino que estamos en constante enfermedad y no existe una cura que nos deje sanos, ni ahora ni en el futuro.
La enfermedad es el estado, persistir, una y otra vez, en una especie de salubridad ideal que nos deje inmune a este u otros virus, hace obviar esta patencia.
“La enfermedad más grave que padecen los seres humanos ,sostiene Nietzche, tiene su origen en la lucha contra las enfermedades: a largo plazo, los presuntos remedios ocasionan consecuencias peores que las que trataban de evitar.”
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