En mi paso por Ecuador (hace unos años atrás) trabajé con varias fundaciones pro infancia y su reinserción, tanto académica como social. Una de ellas se encargaba de las niñas que habían sido víctimas de trata de personas, las que siendo muy pequeñas ya conocían el dolor de formas inexpresables o inimaginables, en cuyos ojos se veía a veces el vacío, parecían ojos deshabitados, como si estuvieran huecos, completamente desiertos, despojados a temprana edad de sueños y futuro.
Las organizaciones criminales actuaban identificando a una niña, de escasos recursos, con familia numerosa, ojalá en las afueras de las grandes ciudades, con lo que aseguraban más obstáculos en las búsquedas cercanas, la visitaban a escondidas -un integrante delictuoso-, les daban regalos y les hacían creer en un proyecto juntos, en una creación de familia, en viajes y promesas tan lejanas como la estrella más cercana; afianzando la vida soñada, rebalsada en oportunidades, cariños, enamorándolas sin piedad, involucrándolas en una fantasía quimérica, que sólo llevaba a la aflicción, agonía y tortura.
Después planificaban la huida, no sin antes pedir por mano, de las propias niñas, que no fueran buscadas, que estarían mucho mejor a donde iban.
En la ciudad, una vez despojadas de sus nexos familiares, las expropiaban poco a poco de su dignidad para posteriormente cuando la voluntad era el pasado de un sueño muy lejano, dejarlas en algún lugar perdido y olvidado por todos y todas, al estertor silencioso de la explotación sexual infantil.
A veces tienen la posibilidad de ser rescatada por organizaciones, que se centran en la reparación, la reinserción y vinculación con lo dejado antes del tormento. Dentro los talleres que proporcionaban está el de terapia hortícola, en la cual se les entregaba un espacio en el huerto y cada una de las niñas debía cuidarlo, para que las plantas crecieran, como una comparación en el propio brote florecido. Sin embargo, había uno yermo, completamente estéril, evocando un desierto en sí, plenamente seco, rocoso sin nada.
Era de una adolescente de unos 14 años, se llamaba Ana, y acababa de ser madre de un niño que aún no tenía nombre, y ella le decía la wawa (que en Quechua es niño). No se vinculaba en nada, no lo miraba, como si eso pudiera borrar sus historias de malos tratos y tantas cosas que de seguro cicatrizaba no solo su piel, sino cada recuerdo, cada pensamiento, cada momento de su día y de seguro de sus noches también.
En estos centros trabajaba gente especializada, que debía promover el reconocimiento de las niñas, comenzar sanando heridas, rearmando los vínculos perdidos, empoderándola de posibilidades, para volver a quererse desde su propia humanidad.
Al terminar mi tiempo en ese bello país fui a despedirme, pregunté por ella, vino hacia mí con el niño en brazos, que ya estaba más erguido, se veía más feliz, estaba siendo sostenido con cariño y se apreciaba. Me dice "te presento a Andrew", y así aquel niño sin nombre era presentado de alguna forma como un nuevo ser, un niño hijo de una niña. Ambos tendrán un largo camino de reparación, pero ahora se podrán llamar por sus nombres, ahora se pertenecían más que nada en el mundo.
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