Mi primer acercamiento a una persona con síndrome de Down fue de pequeña, tendría 5 o menos años, la verdad no lo recuerdo tan bien, pero sé que siempre estuvo. Se llamaba José Manuel, vivía a unas casas de la de mis abuelos y, como todos los niños del barrio, crecimos juntos, entre juegos y cumpleaños -festejo celebrado a la antigua, con el vaso de chocolate caliente y torta hecha en casa-.
Una infancia bella, llena de amigos, que soñábamos con ver el cometa Halley, que nos dejaran jugar hasta tarde y que lo sucedido en algo llamado Chernobyl nunca llegaría a nosotros.
Con el tiempo fuimos inevitablemente creciendo, aprendiendo lo que "deberíamos saber" como sumar, escribir nuestro nombre, encontrar sustantivos, hacer experimentos varios, conocer fechas de tratados de paz... aunque hoy parece más una ventolera de datos presuntuosamente extinguida, es sólo ver la actualidad noticiosa, desbordada de conflictos varios, sin solución próxima, que han ido devorando infancias y promesas de paz.
En fin, comenzamos a ir al colegio, todos menos José Manuel, él fue por un tiempo y después lo sacaron, me imagino que por falta de la ley de inclusión y de equipos de integración, que en la actualidad están presentes en más 2 mil escuelas a lo largo del país, y con un total de 5.662 escuelas especiales. En ese entonces era más complejo, no existía la mirada pedagógica de la neurodiversidad, costaba la inserción en todos sus aspectos. En la actualidad sigue siendo poco abordado, con recursos siempre insuficientes, pero con profesionales excelentes -conozco a muchos- diría que la mayoría con un compromiso profundo con la educación y el aprendizaje de todos y todas.
Pero bueno... volviendo a José Manuel, fue desescolarizado tempranamente, y con eso los procesos de sociabilización, de educación, de niñez propiamente tal, mermados. Siempre creí que la falta de un espacio amable y de acogida dañaba más a su madre que a él mismo, ella lo contemplaba con una ternura exquisita, como si de su cuerpo se extendieran abrazos invisibles que lo protegían.
Si nos ocupáramos más de la educación especial, de la infancia en su totalidad, estaría sin duda ejerciendo alguna labor porque habría logrado aprender los mínimos vitales que todos requerimos. Habría sido un aporte en un trabajo, era bueno con la gente.
La infancia requiere el acceso a la educación constante, al cuidado y la salud, a los mejores tratamientos, a las más lindas remembranzas.
Recuerdo que podíamos pasar horas todos juntos, riendo, corriendo, escondiéndonos, haciendo vida de niños lejos de la vorágine y de los adultos. El tenía las manos grandes y a veces tartamudeaba, ya que su paladar tenía forma ojiva, que es parte de las características de este trastorno genético, causado por una copia extra del cromosoma 21, además pueden presentar cardiopatía congénita y por lo general estaturas más bajas. Pero entre juegos e infancia nunca percibimos la diferencia, hasta que fuimos creciendo, a veces notábamos que la gente lo miraba distinto, con cierto desdén fruto de la ignorancia. Sin embargo, para nosotros siempre fue un amigo más, era José Manuel, el de la casa azul.
Era bueno para reír, miraba siempre que hablaba, como trasmitiendo más información de lo que podía con las palabras, lentamente nos fuimos alejando, convirtiéndonos en adultos, el se quedó suspendido en nuestros más placenteros recuerdos infantiles.
Murió tempranamente, a los 26 años, su corazón era muy grande, no le cupo en tan poco espacio.
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