La situación en Venezuela es conmovedora, un país tan rico y, a la vez, tan significativo de América Latina. En rigor, una nación determinante en el continente que vive una etapa dramática, que aflige a los demócratas en el mundo.
Hay una confrontación social, política e institucional de impredecibles consecuencias, que no comenzó ayer, que viene de muy lejos, pero que se ha agudizado hasta una coyuntura de alto riesgo para la estabilidad del país, el respeto a los Derechos Humanos, su inserción internacional y para su propia soberanía como nación. Aunque reclame por la autodeterminación, el régimen ha generado una injerencia imperialista sin precedentes.
Venezuela vive en una encrucijada y está quebrada frente al camino a seguir. La polarización alcanzó niveles desconocidos. Al punto que el nombramiento de Juan Guaido como Presidente de la Asamblea Nacional y luego su Asunción como Presidente encargado ha conducido a una situación inédita, la comunidad internacional está dividida y dos Presidentes reciben reconocimiento de una u otra parte del sistema internacional.
La polaridad se ha extremado al punto que no hay democracia como sistema de convivencia y de solución de los grandes dilemas nacionales. La violencia organizada y la intervención militar irrumpen con sus nefastas repercusiones. El saldo de víctimas en las calles al salir a manifestarse indica una criminalidad represiva inadmisible.
El régimen de Maduro tiene la principal responsabilidad de abrir paso a una alternativa de solución política a tan crucial quiebre en la vida de Venezuela. Debe asumir que su conducta ha sido un factor determinante en la crisis y que su política ha entrado en colisión frontal con los intereses estratégicos del país. La represión de las protestas genera pérdidas de vidas humanas que solo aumentan el dolor y tiñen de penurias una situación ya insoportable.
Al mantener su inmovilismo, asume una orientación que sólo será el preludio de una catástrofe mayor. Sus medidas frente a la crisis han convulsionado la nación y las mega estructuras represivas que lo sostienen agobian su economía y diezman el patrimonio de la nación.
El gasto castrense ha llegado a ser una carga opresiva que ahoga la libertad de Venezuela y que anula la justicia social en medio de un gasto fiscal total aún más alto para pagar el respaldo político de quienes ostentan el monopolio del uso de la fuerza.
El peor costo que ha significado Maduro es haber creado la ocasión para que la derecha neoliberal levante la bandera de la libertad como repudio a su sistemático atropello del pluralismo político e ideológico y de los Derechos fundamentales de la oposición.
Desde la década de los 70, durante 50 años, crueles regímenes opresivos fueron instalados y sostenidos por la derecha en América Latina. Ahora Maduro hizo un favor decisivo a las fuerzas conservadoras más retardatarias de trasladar el rechazo y la repulsión por la opresión, los abusos y atropellos hacia la izquierda.
Por su parte, la oposición política no debiese caer en el ciego camino de la violencia o de la intervención de Trump. Nadie podría calcular al agravamiento de la crisis que ello provocaría. Se requiere un esfuerzo supremo de búsqueda de una solución política que salve a Venezuela y que restablezca la democracia que está intervenida y reponga la libertad que a su pueblo le pertenece.
Nadie se humilla por la patria, sobretodo si logra evitar la tragedia de un enfrentamiento civil.
Bienvenido sea aquel gesto, esa palabra, ese paso que inicie el diálogo hacia la solución política de la crisis en Venezuela.
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