El demoledor discurso inaugural de Andrés Manuel López Obrador acerca del fracaso de las políticas neoliberales en México, marca el punto de inicio de la última oportunidad del progresismo y de la izquierda en Latinoamérica. Desde luego, eso no es su responsabilidad sino de aquellos gobernantes que en otras latitudes del continente hicieron mal las tareas y, sobre todo, prohijaron la corrupción.
Desde que arrasara en las elecciones de junio, López Obrador se ha esmerando en demostrar que va en serio y que lo suyo es el contacto directo y permanente con los mexicanos.
Mediante dos consultas populares en las que participaron 2 millones de ciudadanos, se canceló la construcción del símbolo de la era neoliberal, el Nuevo Aeropuerto Internacional de Ciudad de México, una multimillonaria obra de US$ 16.000 millones con 20% de avance, y que era rechazada por ambientalistas, urbanistas, comunidades indígenas, campesinas, entre otros. También se aprobó la construcción del Tren Maya, una ambiciosa obra integradora de US$ 7.000 millones para desarrollar el sur de México.
Y el sábado, apenas asumir, derribó otros dos símbolos de ese periodo: derogó la reforma educacional libremercadista y puso fin a la privatización de la riqueza petrolera.
Además comprometió una fuerte intervención del Estado en la economía: Tren Maya, reforestación de un millón de hectáreas en el sureste mexicano, repotenciamiento de la industria petrolera estatal, creación de una zona franca a todo lo largo, sí, es correcto, de la frontera norte con impuestos reducidos y otros subsidios estatales, ingentes planes para recuperar las capacidades del agro, todo ello para fortalecer e impulsar el mercado interno.
Además, una serie de “pequeños” pero significativos gestos: no ocupará la residencia oficial de Los Pinos y esta ha sido abierta a la ciudadanía, venta del avión presidencial y de la flota aérea a disposición de la burocracia, reducción en 60% del sueldo presidencial y de otros funcionarios, desarticulación del Estado Mayor Presidencial (cuerpo de protección de élite), ratificación de que viajará en aerolíneas comerciales de bajo costo, etc. Es decir, se aleja de todo aquello que es percibido como privilegios, derroches y abusos de la casta que por décadas detentó el poder.
No es menor, el Presidente mexicano lo sabe y el propio pueblo se lo ha dicho. “No tienes derecho a fallarnos”, le advirtió un ciclista cara a cara, mientras él avanzaba sin protección en su auto particular por las calles de Ciudad de México a jurar (protestar) su cargo en la Cámara de Diputados.
El propio AMLO lo narró y lo aceptó. “No tengo derecho a fallarles”, dijo solemne, sabedor de la inconmensurable esperanza que él encarna y de la severidad de lo que ha comprometido.
"Puede parecer pretencioso o exagerado pero hoy no sólo inicia un nuevo gobierno, hoy comienza un cambio de régimen político". "A partir de ahora se llevará a cabo una transformación pacífica y ordenada, pero al mismo tiempo profunda y radical porque se acabará con la corrupción e impunidad que impiden el renacimiento de México", aseguró. Además, en dos años y medio se someterá a un referéndum acerca de si continúa o no en el cargo hasta completar el sexenio.
A la luz de sus palabras, lo que se juega en México trasciende mucho más allá de sus fronteras.
Después de la Argentina de los Kirchner, del Brasil corrupto de Lula y Dilma, de la Venezuela fracasada de Maduro, de la Revolución Sandinista traicionada, esta es la última oportunidad de la izquierda Latinoamericana para demostrar que es mucho más que resabios y consignas.
La experiencia reciente demuestra que los pueblos juzgan hoy por la prosperidad de la que son sujetos, miden por el avance de sus familias, por la seguridad con la que los hijos caminan por las calles y también por la honestidad de los gobernantes, de los políticos, de los funcionarios públicos y de los empresarios.
En Chile bastó que un hijo impertinente abusara de su nombre para que ello descalabrara toda la promesa de igualdad y equidad de oportunidades que había comprometido su madre como símbolos y objetivos de su gobierno; y de ahí cuesta abajo en la rodada para la desintegración de las confianzas, el resquebrajamiento de las lealtades y el ascenso de la derecha.
Hoy no hay, por definición, electores siempre de izquierdas o de derechas, tampoco de centros.
Hoy los electores definen su voto y sus confianzas según sus situaciones y objetivos personales; un día pueden ser de izquierdas según las promesas que reciben, y a la siguiente elección pueden ser de derechas según la percepción que les merecen las realizaciones del anterior gobierno de izquierdas y el avance/retroceso de sus situaciones personal/familiar.
Pero básicamente la izquierda viene en retroceso en Latinoamérica por su falta de compromiso con la honestidad y su laxitud con la coima.
Lula promovió políticas de movilidad que sacaron a 30 millones de personas de la pobreza y registró buenas cifras de crecimiento económico (más de 4% anual como promedio en sus dos gobiernos), pero al final, y más que la recesión de los últimos años de Dilma, fue el “petrolao” y el “mensalao” lo que impulsó el ascenso de Bolsonaro.
En Argentina, el rescate de la estabilidad y la prosperidad lograda por Néstor Kirchner fueron insuficientes para impedir que luego se resquebrajara la sociedad - la grieta, como la llaman - bajo el estilo implacable y sectario de Cristina, la evidencia de que el robo era descarado, cosa que los cuadernos y las confesiones han venido a confirmar.
En Nicaragua, los Ortega/Murillo reeditaron el nepotismo somocista, derribado en 1979 al costo del martirio de 60.000 jóvenes, y hoy el matrimonio encabeza la satrapía más siniestra del continente.
En Venezuela, la sedición y la conspiración derechista,campeones del contrabando extractivo hacia Colombia, se ve facilitada por la corruptela del Partido Socialista Unido de Venezuela y las incapacidades técnico/profesionales del régimen.
López lleva en política 30 años y su liderazgo se gestó en los campos petroleros de su nativa Tabasco. Ha hecho todo su camino a fuerza de tenacidad y terquedad. Conoce cada rincón de su país y a sus diversos pueblos. Esa es su mayor fortaleza y la confianza que él inspira se plasma en la impresionante ceremonia donde 66 pueblos originarios le entregaron el báculo que simboliza el poder y la jerarquía que los líderes indígenas le reconocen.
Por eso, creo, su discurso ha sido sereno y aparentemente defraudó en materias como perseguir la corrupción del pasado, excepto respecto del crimen de los jóvenes normalistas de Ayotzinapa, cuyo esclarecimiento fue declarado un asunto de Estado y para lo cual se creó una comisión investigadora.
Él, lo dijo, debe trabajar para el futuro, sabe que el bienestar del pueblo mexicano se juega hacia adelante, generando y aplicando una política de desarrollo económico y social inclusiva que reemplace el modelo de crecimiento neoliberal caracterizado por la concentración de la riqueza.
Pero el Presidente sabe que no puede descuidar la guardia ni por un segundo respecto del tema de la corrupción, pues ese ha sido su principal caballo de batalla.
“Nada ha dañado más a México que la deshonestidad de los gobernantes y de la pequeña minoría que ha lucrado con el influyentismo. Esa es la causa principal de la desigualdad económica y social, y también de la inseguridad y de la violencia que padecemos”, ha dicho.
De modo que la severidad con que promete proceder ante eventuales casos de corrupción bajo su gobierno, comenzó por advertir públicamente a sus propios familiares que cada uno de ellos responde por sí mismo.
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