Que los odiaba, los odiaba. Que la guerra estaba declarada contra el terrorismo islámico, lo estaba; que para personas provenientes de países islámico la prohibición de ingreso a los Estados Unidos, así no más era. Que un vociferante Donald Trump deliraba en sus campañas diciendo que los islamistas nos odian, lo decía (y deliraba también).
Pero hoy es distinto. Embelesado con palacio, recordando tal vez sus únicas experiencias literarias en sus versiones cinematográficas producidas por Walt Disney, se acordaba del castillo de Disney y de la eterna lucha entre el bien y el mal, entre la Cenicienta y la Bruja. Y luego, al entrar al palacio, ¿se habrá sentido Monarca de una nación defendida por el Capitán Centella? Es posible puesto que en palacio dijo que esta no era una guerra entre religiones sino más bien “una batalla entre el bien el mal, en la que los bárbaros (no nombró a Conan) y la gente decente”.
Trump, como lo ha sugerido uno de sus críticos conservadores, no maduró. Pero no caigamos en el prejuicio de etiquetarlo como un niño, no estigmaticemos la infancia con rótulos que no corresponde.
Trump no maduró, o, más bien, maduró de forma bizarra, manteniéndose su ego desproporcionadamente desarrollado en un medio valórico e intelectualmente precario. Trump fue un niño mal criado nacido en cuna de oro pero pobre en biblioteca y libros.
Más que el niño es su ego el que busca gratificaciones inmediatad y que no tarda en caer en pataletas cada vez que sus deseos no son cumplidos. En definitiva es un ególatra. Y el problema se universaliza no solo por los alcances que tiene la egolatría instalada en el centro del mundo sino que también porque los ególatras aspiran de igual modo a tomar para sí los gobiernos de sus propios países.
Trump es un ególatra peligroso (tanto como Kim Jong-Un). Su arsenal no son los juguetes de la buhardilla en casa de su padre sino los pertrechos militares del más poderoso imperio en la historia de la humanidad. Trump no está dispuesto a usarlo aunque diga que lo esté pues su vida es más bien la del ególatra que ha tocado muchas teclas, alguna de las cuales le han valido fortunas (y otras no). El problema más bien es que, en sus pataletas, podría oprimir alguno de los botones rojos. Y después, ¡despedir al encargado del botón!
La buena noticia que traen los aires de la realeza es que los ególatras se obnubilan también con los juguetes caros, con aquellos llenos de colores, luces y reflejos. Su presencia les paraliza e invita a la admiración. Y la realeza, no importa cual sea, es un edificio de destellos que hace que hasta el más rabioso se incline ante ella. Trump no es una excepción. El gobernante está embelesado. En Chile diríamos: “No se la puede creer”.
Su vida ha sido tocada por una nueva vara y su propio anti islamismo queda en entredicho. ¿Puede depreciarse a quien ha sido revestido por los polvos mágicos de la realeza? ¿Puede arriesgar a perder el aire de monarca que la visita a palacio trae consigo en su imaginación?
La egolatría del ego-gobernante encarna, probablemente, algo mucho más temible que a diario se vive en oficinas, empresas, universidades y gobiernos y que es la antítesis del civismo en que se espera estén fundadas las repúblicas: el autoritarismo.
Esa expresión - que de tan cerca hemos conocido y que torna los caprichos del poderoso en edictos públicos o los deseos del jefe en amenazas de despido – es una de las prácticas más erosivas que amenazan al ser ciudadano.
En el lenguaje computacional es el virus encriptado más peligroso para el procesador. Trump, no es un niño, es un gobernador autoritario, un Zacarías sacado del Otoño del Patriarca más que de un jardín infantil. Rodeado de una cohorte de zalameros (palabra, por lo demás, de origen árabe) dispuesta a desbandarse si los vientos soplasen en sentido contrario, su modelo es paradigmático respecto de la política actual y representa una señal de alerta no solo para el mundo sino que también para las políticas locales.
La solución frente al problema planteado por el modelo Trump de gobierno es simple. Al menos así lo sugiere Ben Shapiro, uno de sus detractores en el bando propio: “Señor Trump, retire su ego de la ecuación”. La receta me parece formidable no solo porque sea aplicable al ego-gobernante y, con ello, a la seguridad y estabilidad del orden mundial, sino que se hace extensible a buena parte de la vida política, incluyendo, naturalmente, la nacional.
La disputa entre los egos tiene una sola víctima, la vida cívica. De aquí que convendría, en una concepción madura de las relaciones entre personas y entre Estados, atender a la sabiduría de nuestra centenaria Violeta.
Dejar de lado los embelesos provocados por las monarquías, abandonar los espejos y, en su reemplazo - y al centro - colocar el respeto y cariño por las personas.
“El amor es torbellino de pureza original, hasta el feroz animal susurra su dulce trino, retiene a los peregrinos, libera a los prisioneros, el amor con sus esmeros, al viejo lo vuelve niño y al malo solo el cariño lo vuelve puro y sincero”.
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