El término Frente Popular se instaló en el debate político mundial durante la primera mitad del siglo XX cuando el destacado dirigente de la internacional comunista, Jorge Dimitrov, hizo un llamado de unidad a las fuerzas de izquierda, socialdemócratas y democráticas para detener el avance del fascismo, que en los años treinta amenazaba con extenderse a toda Europa desde la Italia de Mussolini y la Alemania Nazi.
Con una dosis de realismo siempre necesaria, Dimitrov asumió que para la consecución de la unidad de los demócratas, los partidos comunistas y otros sectores revolucionarias debían posponer por un tiempo la realización de sus objetivos finales.
Aunque agregó que el llamado a conformar los Frentes Populares en ningún caso puede entenderse como una renuncia a las banderas del socialismo, ni tampoco confundirse como una política de colaboración de clase, donde los trabajadores se subordinan a los intereses de la burguesía.
En definitiva, la apuesta de los comunistas por los Frentes Populares se desplegó en un doble movimiento. Por una parte, triunfar en las elecciones y participar en el gobierno junto a otras fuerzas democráticas, bloqueando las opciones que tienen los partidos fascistas de acceder al poder.
Y por la otra, a que la participación de los comunistas en dichos gobiernos de unidad permitirá que las masas populares mejoren sus niveles de organización y adquieran una mayor conciencia, lo cual las prepara para futuras batallas de mayor envergadura.
Esta fórmula alcanzó a ser ensayada en Francia con Leon Blum; en España con la ampliación del gobierno republicano que se enfrentaba a las hordas del franquismo y también en Chile con el gobierno de Pedro Aguirre Cerda.
Incluso, el mensaje del Frente Popular fue revivido inmediatamente terminada la Segunda Guerra Mundial por el Partido Comunista italiano, que a través de gobiernos de unidad democrática logró dar el golpe de gracia a la monarquía italiana e instaurar la república democrática.
Lo válido es preguntarse si hay algo en común entre la coyuntura que se vivió en Europa previo a la Segunda Guerra y la situación que afecta a la humanidad en estos momentos.
Un primer hecho indesmentible es que en el último año y medio los partidos de ultraderecha han experimentado gigantescos avances en Europa y América, triunfando en las contiendas presidenciales o convirtiéndose en la fuerza más votada en las elecciones parlamentarias. Ese es el escenario en Italia donde Matteo Salvini, el líder de la Liga Norte, es ungido ministro del interior; en EE UU donde Donald Trump se hace del control de la Casa Blanca y ahora Bolsonaro en Brasil, que está en una inmejorable posición para ganar la presidencia del gigante amazónico.
Otro aspecto similar a los tiempos en que surge el fascismo es la feroz disputa económica que se había instalado entre las principales potencias de ese entonces.
Alemania intentaba desesperadamente dejar atrás la crisis económica de 1929 y reposicionarse en un orden mundial dominado por los ganadores de la Primera Guerra Mundial.
Es evidente que la agresividad de Trump y su delirio por las aventuras intervencionistas devela el temor del país del norte de continuar perdiendo posición en una economía mundial marcada por el triunfante ascenso de China.
Por tanto, no es descabellado caracterizar a la ultraderecha como la expresión política del sector más reaccionario del gran capital financiero y especulativo que, desesperado por la posibilidad de perder influencia en la economía mundial, está dispuesta a dar vida a engendros autoritarios y militaristas de la peor calaña.
Donde más dolor causa el auge de las fuerzas conservadoras es en América Latina, pues es en nuestro subcontinente donde los gobiernos contrarios al neoliberalismo han cosechado sus mayores éxitos.
Los triunfos de la derecha en las recientes elecciones presidenciales de Chile y Argentina, en las municipales de Perú, van de la mano con la consolidación de la extrema derecha en Colombia y con la emergencia de figuras nostálgicas de las dictaduras militares en el Cono Sur como son Bolsonaro y el propio José Antonio Kast.
La ofensiva conservadora no solo amenaza a los países que actúan con independencia frente al imperialismo como Cuba, Bolivia y Venezuela, sino a todo lo logrado en materia de integración regional, pues es imposible imaginarse a instituciones como la Unasur, la Celac o el propio Mercosur sin la participación de Brasil.
También están en riesgo las conquistas sociales y políticas estatales que buscan combatir la galopante desigualdad que recorre al subcontinente. Asimismo, la reivindicación del Estado como agente económico capaz de reindustrializar un país devastado en su estructura productiva como lo hicieron los Kirchner en Argentina.
Y porqué no decirlo, incluso, está amenazada la propia democracia latinoamericana que progresivamente se ha ido emancipado de las versiones tuteladas desde el consenso de Washington.
La defensa de lo avanzado debe hacerse incorporando la consiguiente autocrítica respecto a la responsabilidad que tienen las fuerzas de izquierda y progresistas que encabezaron gobiernos críticos al neoliberalismo.
Bajo esas administraciones se incubaron prácticas políticas nefastas que favorecieron la emergencia de las corrientes conservadoras y de ultraderecha.
La complacencia o el involucramiento en fenómenos de corrupción de diversa índole; la incapacidad para abordar problemas endémicos de nuestras sociedades como la inseguridad ciudadana y el miedo; dar cuenta a tiempo de situaciones nuevas como la migración y su impacto social nos obligan a ser más exigentes con nosotros mismos, ya que las fuerzas conservadoras y de ultra-derecha se nutren de estas debilidades para capitalizar las ansiedades que se han incubado en las capas medias aspiracionales y las frustraciones del mundo popular.
Aún cuando el escenario todavía está en movimiento y podría ser prematuro sacar conclusiones tajantes, todo indica que en el horizonte de las luchas populares pronto se verán las banderas de unidad, las mismas que hace casi 100 años levantaron los frentes populares ante la amenaza fascista.
Tenemos la responsabilidad que la humanidad supere este momento de crisis sin volver a pasar por la destrucción y el genocidio que se vivió con el auge del nazismo y su trágico desenlace: la Segunda Guerra Mundial.
La unidad en la lucha sigue más vigente que nunca.
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