Una tregua sin brújula: Estado Unidos, China y la ilusión del control

Tras semanas de escalada y caos, Estados Unidos ha decidido recortar drásticamente los aranceles a China, de 125 a 10 por ciento, durante 90 días. El anuncio, resultado de negociaciones en Ginebra, fue recibido con alivio en los mercados. Pero detrás del alivio financiero se esconde una profunda desorientación estratégica. Porque más allá del gesto de distensión, lo que no se ve es un objetivo claro, una lógica coherente o una visión de largo plazo por parte de Washington.

Como señala Paul Krugman con habitual mordacidad, no se trata de una negociación en que ambas partes hayan cedido: "China solo impuso sus aranceles en respuesta a Trump, y los redujo sólo porque él se retiró". La escena recuerda más a un pirómano posando como bombero que a una superpotencia recuperando el control de su política comercial.

Desde el inicio, la estrategia de Trump ha sido un cúmulo de improvisaciones. El 2 de abril, EE.UU. inauguró una cascada de aranceles que en semanas subieron hasta el 145% sobre productos chinos, generando un verdadero embargo mutuo. La economía estadounidense comenzó a resentirse casi de inmediato con el desplome del dólar, rebelión en los bonos y una cadena de incertidumbres que paralizó el comercio. La presión de los mercados obligó a dar marcha atrás. Pero lo que queda no es un acuerdo: es una pausa. Y la amenaza de un nuevo salto al vacío persiste.

Scott Bessent, secretario del Tesoro, prácticamente admitió que la situación se les había ido de las manos. En una confesión inusual, sugirió que todo el caos pudo haberse evitado si se hubieran sentado a conversar antes del "Día de la Liberación". Es una revelación muy demoledora el hecho que el país que lideró durante décadas la institucionalización del comercio global ahora improvisa guerras comerciales sin calcular sus consecuencias.

El resultado de esta improvisación es una concesión unilateral a China, sin que haya señales claras de qué recibió EE.UU. a cambio. Beijing mantiene aranceles del 10%, reduce algunas restricciones a las exportaciones de tierras raras y promete mantener el diálogo. Pero no hay compromisos verificables ni reformas estructurales. En lo inmediato, parece que fue China quien impuso su ritmo, con una postura prudente, paciente y más efectiva en términos diplomáticos. Incluso eligió citar un proverbio: "La buena comida nunca llega tarde". A juzgar por el resultado, la cocina china fue la que mejor supo esperar.

Desde una perspectiva económica, el reconocimiento implícito es evidente: los aranceles, como enseña la ciencia económica desde hace más de un siglo, son una mala herramienta para lograr cambios estructurales en los socios comerciales. Encarecen productos, generan inflación, fragmentan cadenas de suministro y reducen la eficiencia interna. Y al ser impuestos de forma unilateral y sin estrategia, aumentan la incertidumbre y dañan la reputación del país que los aplica.

Lo más inquietante es que, a pesar del retroceso, nada garantiza estabilidad. El acuerdo tiene una duración de apenas 90 días, y el arancel del 34% que Trump impuso originalmente no ha sido derogado, solo suspendido. El mensaje al mundo es perturbador: EE.UU. no tiene una política comercial, tiene arranques. Y cada 90 días, el mundo debe volver a contener la respiración.

No es casual que esta tregua momentánea deje a China con el arancel más bajo que cualquier otro socio comercial estadounidense. No porque Washington haya conquistado una ventaja, sino porque, con su estrategia zigzagueante, ha terminado regalando lo poco que tenía para negociar. Mientras tanto, China sigue avanzando con paso firme, sin grandes aspavientos.

La paradoja es brutal: Estados Unidos lanza guerras comerciales sin sentido, las pierde sin conseguir nada y, sin embargo, sigue exigiendo que el mundo confíe en su liderazgo. Así no hay sistema internacional que aguante.

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