La decisión del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) venezolano de despojar a la Asamblea Nacional de sus atribuciones es, probablemente, el mayor golpe que este país haya sufrido a su institucionalidad. O a lo poco que iba quedando de ella.
Técnicamente esto significa que Venezuela se ha quedado sin Poder Legislativo. Sí, las funciones legislativas serán asumidas por el TSJ, pero esto va mucho más allá, porque a partir de ahora siete magistrados nombrados a dedo por el chavismo sustituirán a los 167 diputados - opositores y oficialistas - elegidos en los comicios de diciembre de 2015.
El TSJ sostiene que las decisiones de la Asamblea Nacional son nulas producto de que se encuentra en “desacato” por no haber marginado a tres disputados acusados de, supuestamente, haber comprado votos en la elección de 2015. Y que eso justificaría esta intervención.
Sin embargo, lo cierto es que el hecho de que la oposición haya logrado tomar el control de la Asamblea, fue un golpe durísimo para el chavismo en general y para el Presidente Nicolás Maduro en particular. Una incuestionable muestra del descontento de los venezolanos con el régimen y que surgió como una clara amenaza a las aspiraciones del régimen de perpetuarse en el poder.
Desde que Hugo Chávez, quien llegó al poder a través de las urnas, iniciara su mandato en 1999, uno de sus principales objetivos fue concretar el sistemático desmantelamiento del Estado, llevando adelante una acción casi “refundacional” de su régimen, modificando instituciones, cambiando nombres, concentrando atribuciones e instalando al mayor número posible de chavistas en puestos clave. Hasta copar casi completamente las principales instancias políticas, militares y mediáticas de Venezuela.
Hoy, el país vive una situación insostenible. Porque a la crisis política se suma también la económica (el FMI proyecta una inflación del 1.600% para este año), que se ve reflejada en el desabastecimiento constante de bienes de primera necesidad, la ausencia de medicamentos, el crecimiento del mercado negro y el aumento desmedido de la delincuencia. Sobre este último punto, basta señalar que el Observatorio Venezolano de la Violencia informó que 2.500 venezolanos perdieron la vida a manos de delincuentes solo en el primer mes de 2017.
Un escenario impensable para un país que tiene la ventaja de ser uno de los actores clave en la producción mundial de petróleo. Pero que producto de la caída del valor del barril de crudo y el pésimo manejo de su economía, enfrenta el peor escenario imaginable.
La presión va en aumento en Venezuela y cada vez se ve más lejana la posibilidad de que oficialismo y oposición logren un acuerdo que permita sacar a flote al país. Pero también es grave la actitud regional, que ha preferido ignorar la volátil situación del país en vez de trabajar en favor de su estabilización.
Durante años, países como Bolivia, Cuba, Ecuador y Nicaragua cerraron filas con Venezuela. Y con su apoyo ampararon violaciones a los derechos humanos, el hostigamiento a la oposición y la verdadera guerra abierta que ha librado el chavismo en contra de los medios de comunicación no oficialistas, al tiempo que gran parte del resto de América Latina prefirió guardar silencio.
Luis Almagro, secretario general de la OEA, ha insistido en la Carta Democrática como el mecanismo que permita involucrar a los países de la región en la crisis venezolana. Algo que, obviamente, el chavismo denuncia como una intervención.
El punto es que el tiempo se agota y Venezuela parece estar cada vez más cerca de un colapso que acabe por fracturar a la sociedad completa.
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