Por estos días, como profesora y ciudadana me siento sumida en un sentimiento de desesperanza frente a la muerte de otra joven en Chile. Ese desaliento crece aún más cuando desde nuestro rol como educadores vemos que nuestros reclamos son pocas veces escuchados. Generalmente, cuando alzamos la voz para proteger a nuestros estudiantes somos silenciados por otros temas como la rendición de cuentas de la tecnocracia educacional y los marcos legales obsoletos aplicados por el poder judicial.
Infinitas veces el profesorado chileno ha denunciado estas injusticias sociales solicitando apoyo para muchas familias y para los propios jóvenes. Incluso llegando a declarar en los tribunales de familia, espacio donde se puede evidenciar sin distingo social como se expone por omisión o por acción el abandono y la despreocupación de la infancia y la adolescencia chilena, sin embargo, la mayor cantidad de ellas se pierden en el limbo de la burocracia chilena.
Sabemos de infantes y jóvenes dejados solos en sus viviendas a cargo de familiares directos o también convirtiéndose en muchos casos en moneda de cambio de relaciones violentas y tortuosas.
En otros casos siendo maltratados y/o golpeados, y en peores escenarios terminan sin casa, dependiendo de la caridad de personas conocidas o sobreviviendo a su propia suerte en la calle o en recintos tan poco idóneos como el SENAME.
Estos infantes y jóvenes continuarán la historia de este país debiendo crecer en un Chile que los discrimina por su raza, su origen o su apellido. También por la escuela donde estudian, el barrio donde viven o por la vida que les tocó vivir. En este Chile que permite que vivan y sean criados y criadas en contextos de abandono, alcoholismo, drogadicción, delincuencia, explotación infantil o abuso sexual.
Las cifras son estremecedoras: según UNICEF (2020), 219.624 de los infantes y adolescentes entre 5 y 17 años están en situación de trabajo infantil, el 36,6 % de ellos viven en hogares en situación de pobreza por ingresos y el 60,3% (201.594) son niñas y jóvenes que realizan trabajo doméstico de carácter peligroso en el propio hogar con jornadas extenuantes durante 21 o más horas a la semana, poniendo en riesgo su desarrollo y bienestar.
Sumado a lo anterior, Chile presenta una estadística vergonzosa frente a los 12.667 casos de infantes y adolescentes víctimas de violación y abusos sexuales entre el 2012 y 2016, informada por la Corporación por los Derechos Sexuales y Reproductivos (MILES) el año 2018.
Esta sensación de desamparo para la infancia y adolescencia chilena nos retrotrae al Chile de fines del siglo 19, donde la violencia doméstica y el homicidio retratan a las mujeres e infantes como víctimas predilectas de las masculinidades chilenas de la época, entre otras violencias (Fernández, 2000, p. 50), cuestión que no hemos sido capaces de erradicar culturalmente y al contrario, en este siglo se ha agudizado la pobreza adicionando a las precariedades la convivencia con las balas y las drogas como claves identitarias.
Así, el nivel de atraso en materias de justicia social resulta intolerable. Las problemáticas que enfrenta a diario la población infanto-juvenil siguen mantenidas en el ámbito privado, cuestión que impacta diariamente en las aulas chilenas amenazando el bienestar y desarrollo del estudiantado resultando imperativo alzar la voz para denunciar las fallas estructurales de sistemas adulto-céntricos, con el fin de hacer los cambios intersectoriales requeridos, junto con sensibilizar a los legisladores y el Estado para que abran paso al reconocimiento de los derechos y prerrogativas que le corresponde a la niñez y juventud, en respeto y dignidad, junto con proveer oportunidades culturales, materiales y educativas para toda la población chilena.
En ese mismo sentido, urge recobrar el rol de la familia como espacio para formar con calidez en valores personales, formales y ciudadanos, dado que los escenarios laborales precarizados, otorgados por nuestra economía, obliga a la familia a descansar la formación en la escuela, reduciéndola a una función asistencial, limitando el foco del desarrollo del aprendizaje.
Finalmente, es perentorio aminorar la indolencia y naturalización frente a las injusticias vividas por nuestros infantes y jóvenes, no hacerlo implica seguir esperando que los medios de comunicación expongan muertes en la pantalla, para que el legislador apruebe leyes reactivas con nombres de víctimas.
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