Casi todos hemos visto las imágenes de los hechos del viernes 2 de octubre, el joven que cae al río Mapocho tras chocar con un carabinero, luego el muchacho inerte en el agua, la sangre fluyendo, la indolencia de la policía que lo mira y se retira con toda calma de lugar mientras un grupo de civiles desesperadamente le aplica los primeros auxilios.
Muchos lo vimos pero no todos igual; mientras parte importante de la población se escandalizaba, otro grupo no veía nada malo.
O les parecía un accidente o un castigo merecido para alguien que participaba en una manifestación no autorizada. Algo para celebrarlo. Conforme pasaban las horas aparecían videos de otros ángulos, más fotografías y declaraciones.
Pero no, parlamentarios, dirigentes y simpatizantes de derecha insistían que no se apreciaba nada reprochable en las imágenes, y hasta el día de hoy acusan una persecusión política por parte de fiscales y las fuerzas oscuras que siempre suelen mencionar (Soros, Venezuela, el FA y el PC, el millón de haitianos y los inmigrantes invasores) junto a chilenos mal intencionados.
Nuestro ojo capta las imágenes, pero es nuestro cerebro quien las interpreta.
El fanatismo ha cegado desde hace décadas a un sector de la política nacional, siendo incapaces de ver las atrocidades donde sí existen. Esta ceguera ha sido, en parte, la culpable de la crisis que vive nuestra sociedad, de ver la justicia en el abuso y la envidia en los deseos de equidad. De encontrar normal los abusos de poder, incluso como algo natural.
El día de mañana esperamos no ser nosotros los fanáticos que celebremos o veamos como algo positivo cualquier otra aberración, pero hoy por hoy la ceguera empecinada del poder y la derecha no son la solución al conflicto.
Seguirán apareciendo imágenes, seguramente nos toparemos con más fotografías y grabaciones de maltratos y abusos, y, al menos por un tiempo, el sector de los poderosos seguirá sin percibir cosa alguna, los ojos abiertos pero sin ver nada.
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