Este viernes 12 de enero se cumplen exactamente veinte años desde que el Poder Judicial chileno, rompiendo por vez primera lo que fue su conducta en relación a los crímenes de lesa humanidad cometidos por la dictadura impuesta tras el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973.
Hasta entonces todo había sido impunidad. Los tribunales no sólo no actuaron de oficio, como era su deber legal ante la comprobada existencia masiva de crímenes horrorosos, sino que además no aceptaba a trámite las denuncias o querellas legales de heroicos abogados, o de las organizaciones humanitarias como la Vicaría de Solidaridad de la Iglesia, o de los familiares de las víctimas. O las remitían a la llamada justicia militar que era lo mismo que nada puesto que los autores de los delitos no se juzgarían a sí mismos.
El triste papel de la judicatura venía de antiguo. No olvidemos que el inconstitucional pronunciamiento de la Cámara de Diputados del 22 de agosto de 1973, que cometió la ilegalidad de declarar ilegítimo al gobierno del Presidente Allende, fue acompañado de un pronunciamiento similar de la Corte Suprema de la época tan ilegal como el otro. Ambos actos fueron parte de la justificación de la asonada terrorista del 73.
Poco después, cuando se iniciaron los primeros intentos de buscar amparo a las violaciones de los derechos humanos un miserable ser humano que fue parte de la judicatura llegó a decir que “me tienen curco con esto de los detenidos desaparecidos”.
Fueron muchos años de impunidad, de complicidad del poder judicial con la dictadura.
Pero el tiempo pasa y la realidad de lo que por entonces se vivía no podía dejar indiferentes a todos los jueces de la República. Entonces empezaron a aparecer las primeras voces y las primeras resoluciones que mostraban que algo podía suceder al interior de ese poder del Estado; al comienzo tibiamente, pero paso a paso más explícitas.
De otra parte la presión internacional de solidaridad con la lucha democrática del pueblo chileno se hacía sentir en instancias importantes. No olvidemos que, año a año, la tiranía fue condenada por resoluciones explícitas de la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Asimismo, diversos observadores internacionales viajaron al país para comprobar y denunciar el genocidio.
Los nombres de episodios tan terribles como fueron, entre tantos, Caravana de la muerte, Operación Cóndor, Operación Colombo, Calle Conferencia, Londres 38, Villa Grimaldi, Colonia Dignidad, José Domingo Cañas, Cuartel Simón Bolívar, caso quemados vivos, caso degollados, Operación Fuenteovejuna, etc, etc…fueron conocidos en todo el mundo.
Pero… justicia no había. Para peor el dictador asumiría en marzo de ese mismo año nada menos que como senador vitalicio, una burla que el sistema político permitía.
De allí la importancia que reviste aquella mañana de enero de 1998 en la que junto a los abogados Graciela Álvarez, Julia Urquieta, José Cavieres, Alberto Espinoza y Ramón Vargas, acompañamos a Gladys Marín a entregar en la oficina de partes de la Corte de Apelaciones de Santiago el escrito de querella dirigida personalmente contra Augusto Pinochet por todos los crímenes cometidos por el régimen que el encabezó y que se cursaba en nombre del Partido Comunista que ella dirigía.
No trascurrió mucho tiempo para que ese hecho, ignorado en las primeras horas, se transformara en noticia internacional. ¿Qué sucedió? Que el poder judicial acogía a trámite la querella que, con el N° de rol 2182 – 98, le fuera encomendada al juez Juan Guzmán Tapia por entonces ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago.
El juez Guzmán, tras imponerse personalmente de los crímenes y teniendo en cuenta la legislación chilena y especialmente el Derecho Internacional, que el Estado chileno estaba obligado a respetar, dictó las primeras órdenes para esclarecer delitos e individualizar a los autores, cómplices y encubridores y para tratar de ubicar los restos de los detenidos desaparecidos.
Recibió por cierto no sólo durísimas amenazas de los agentes de Pinochet sino el ataque de los sectores y medios afines a la dictadura. En su ignorancia llegaron a denunciar que la tesis del secuestro permanente era un invento del magistrado en circunstancias que los llamados delitos de ejecución permanente son muchos. Es una figura jurídica que viene de antiguo y existe en todos los países del mundo.
Son aquellos cuya comisión no se agota en un solo acto, como el abandono de familia, la alteración del estado civil, la detención arbitraria, la usurpación del mando, la tenencia ilegal de armas, entre otros. Nos lo enseñaron en el primer año de Derecho Penal, pero acá se imponía la burda mentira.
Las amenazas no sólo fueron al juez. Personalmente sufrimos la violencia pinochetista que casi cuesta la vida a mi esposa. Pero nada impidió el actuar del juez ni de los abogados, ni del departamento de DDHH de la Policía de Investigaciones que, en los primeros años realizó notables y heroicas acciones, como el hallazgo de restos de secuestrados, o la aprehensión de Manuel Contreras, de Iturriaga Neumann, de Paul Schaeffer u otros semejantes.
Lamentablemente, varios de esos mejores funcionarios no sólo nunca fueron reconocidos sino además trasladados a lugares apartados a otras tareas. Sugestivo.
Luego de la querella de enero ese mismo año se sumaron más y a fines de año eran más de 300. Entre tanto, el dictador, que había jurado en marzo como senador de por vida, estaba preso en Londres para ser llevado luego a prisión a España. Lamentablemente, el curso de la secuencia legal fue interrumpido por razones humanitarias alegadas por el gobierno democrático chileno de la época, lo que no tiene más explicación que un compromiso político por encima del Derecho y entonces el delincuente fue traído de regreso al país.
Poco después el juez lo desaforaba del cargo vitalicio, fallo confirmado por la Corte Suprema, y disponía su procesamiento y detención domiciliaria, calidad en la que finalmente falleció. Es decir, no murió impune.
Hoy la situación en nuestro país es muy diferente. Hay varios jueces de dedicación exclusiva respecto de los crímenes de lesa humanidad, son cerca de 2 mil los procesos, hay decenas de condenados, varios a presidio perpetuo, más de un centenar a la espera de condena y ha habido reparación a los familiares de las víctimas.
Es decir podemos sentirnos satisfechos de un poder judicial que, pese a las dificultades y presiones de todo tipo, está a la altura de lo que la realidad demanda. Somos ejemplo internacional y se mantiene el interés de centros de estudio y universidades de todo el mundo por conocer la experiencia nuestra.
Aquellas páginas que demandaban verdad y justicia hace 20 años cumplieron su cometido. Que no se olvide y que lo tengan presente sobre todo las jóvenes generaciones porque el respeto a las normas jurídicas y en especial a los derechos del ser humano son fundamentales para la convivencia democrática y en determinadas condiciones, la forma de evitar nuevas tragedias como las ya vividas.
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