Según Maurice Hauriou, padre de la Teoría de la Institución, “las instituciones nacen, viven y mueren jurídicamente”. Esta última circunstancia se impone cuando dejan de cumplir los servicios para los que fueron creadas “o se han corrompido”, de modo que “la confianza de la población se aparta de ellas”[1].
Cuando acaece tal indeseable evento, si las instituciones resisten el cambio necesario dejan de constituir factor de seguridad jurídica y estabilidad política y se tornan factor de inseguridad e inestabilidad. Por ello, una sociedad que quiere evitar conmociones, debe saber reconocer cuándo una institución gravitante ha dejado de cumplir su finalidad y proceder a su cambio, de acuerdo a las reglas del Estado de Derecho.
Este cuadro es el que, dramáticamente, presenta hoy carabineros. Conozco a miembros de esta institución, incluidos alumnos y alumnas, que son personas honorables, respetuosas del Derecho y ejemplos de responsabilidad en el servicio público. Pero, el problema no es de personas sino institucional y consiste en un proceso de autodestrucción irreversible, una herencia de la dictadura que, en democracia, no fuimos capaces de revertir.
En efecto, persiste y renace el espíritu de impunidad originado por la actuación criminal de miembros de Carabineros en dictadura, solo atenuada con las condenas recaídas en el proceso por el crimen de los Degollados, diez años después de los hechos.
Del mismo modo, situaciones antiéticas y corruptas, desde 1973, como la adquisición de palacios para la oficialidad (por ejemplo, el palacio Yarur de Viña del Mar) y excesos de granjerías a lo largo de la dictadura, favorecieron los escandalosos fraudes en que incurrió gran parte de la oficialidad, transcurridos casi treinta años de democracia, lo cual además, constituye un acicate para conductas indebidas de la suboficialidad.
Durante estos decenio, se ha ido formando, además, una actitud corporativa de corte neofascista que conduce a la deliberación y lleva a indebidos actos de auto propaganda y desfiles con cantos no autorizados.
Esta actitud se extiende a la institución de los alguaciles, que actúan directamente en política, y al mundo familiar de carabineros, que niega o justifica, y hasta aplaude, actuaciones reñidas con la legalidad.
Por último, el país y el mundo han sido testigos, últimamente, de gravísimas y reiteradas violaciones de DDHH cometidas por efectivos del Cuerpo de carabineros, como jamás se había conocido en anteriores épocas democráticas.
Todo ello, sin duda, ha afectado, en grado sumo, la competencia y la eficacia de la institución para cumplir su función de prevención y persecución del delito.
En consecuencia, lo que cabe no es una “reforma” de Carabineros . Enterados noventa y dos años de existencia de esta institución otrora respetada nacional e internacionalmente, se impone la creación de una nueva policía de orden y seguridad, no militarizada, profesional, apolítica, obediente y dotada de cuadros profesionales renovado y de un nuevo plantel de formadores doctrinarios y técnicos. Obviamente, una tarea de esta magnitud debiese contar con asesoramiento internacional de países dotados de cuerpos policiales con las características señaladas.
Si en 1927, mediando la decisión política del presidente Carlos Ibáñez del Campo, Chile fue capaz de formar una policía en forma, hoy, cuando esa policía ya no cumple sus fines, es posible acometer una tarea análoga. Esperamos que el Consejo constituido por el Gobierno actúe, en este sentido, con visión de futuro.
[1] Maurice Hauriou, Principios de Derecho Público y Constitucional, Editorial Reus. Madrid, 1927, pp.83 y s.s.
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