No tenemos dudas de que la nueva constitución debe tener un fuerte enfoque ecológico, si pretende ser un instrumento útil para que, como sociedad, hagamos frente a la crisis climática y ecológica en los años que vienen. Una constitución ecológica, entendida como un conjunto de normas que pongan a la protección del medio ambiente como uno de los centros de nuestra organización es, entonces, clave.
En este sentido, uno de los grandes tópicos que aparece en el horizonte es el de la protección de la naturaleza por su valor intrínseco y no sólo por el valor que tiene para nosotros como “recurso”. Esto implica el reconocimiento de un deber general de protección ambiental (aplicable a las personas y al Estado), la integración del derecho al medio ambiente sano y ecológicamente equilibrado, la función ecológica de la propiedad, el reconocimiento de los bienes comunes y los derechos de la naturaleza.
Esta última figura es la que causa mayor interés y dudas en la discusión actual sobre una constitución ecológica. Una figura novedosa que viene emergiendo en los últimos años, apoyada en normas constitucionales (Ecuador y Bolivia), leyes especiales (Nueva Zelanda, California, Pennsylvania, Uganda) y fallos judiciales (India, Bangladesh, Colombia).
Los derechos de la naturaleza, aún cuando no tienen una formulación única, generalmente se relacionan al reconocimiento y respeto de sus procesos, ciclos, estructuras y funciones, así como el deber de regenerarla cuando corresponda (Constitución de Ecuador). En algunos casos, sin embargo, el reconocimiento de derechos no es para la naturaleza en su conjunto, sino que para un determinado ecosistema, como un río (Whanganui en Nueva Zelanda , Ganges en India) o un bosque (La Amazonía en Colombia).
¿Puede la naturaleza ser sujeto de derechos? A pesar de que la figura aparece como muy rompedora, una mirada desprejuiciada nos muestra que no lo es tanto y en el ordenamiento jurídico actual hay una serie de ejemplos similares. Ya sea derechos a sujetos que no pueden contraer deberes (como niñas/os) o a sujetos sin existencia material (como las personas jurídicas; empresas y organismos públicos).
Más que modificar la lógica del derecho, lo que hacen los derechos de la naturaleza es reconocerle a ella una su existencia, a partir de una especie de derecho a la vida. Esto puede ser justificado de forma utilitarista, por la necesidad que tenemos de mantener los ecosistemas para nuestro disfrute o de forma ética, por el valor que vemos en la naturaleza. La postura ética puede además tener un componente relacionado con el valor espiritual desde una visión laica o desde una visión religiosa, ya sea por la protección de la creación para los católicos, reflejada de buena manera en la encíclica Laudato Sí.; o por la visión de los pueblos originarios sobre la naturaleza como madre, con conceptos como la Pachamama o Ñuke Mapu.
En la práctica, el reconocimiento de los derechos de la naturaleza implica en primer lugar que todos y todas respetemos la integridad de los ecosistemas, donde es preferible que exista tanto un organismo público como una acción popular para la defensa de la naturaleza. En seguida, significa también reconocer el comienzo de una nueva relación con la naturaleza, donde la búsqueda de armonía entre nuestras actividades y sus derechos se vuelve un desafío fundamental.
El reconocimiento de los derechos de la naturaleza no va a producir un cambio inmediato en la sociedad, ni va a generar por sí solo un cambio sustantivo en la manera en que intervenimos nuestro entorno, pero es una base importante para que paulatinamente vaya cambiando la comprensión de la relación que tenemos con la naturaleza y las reglas al respecto, pasando de una relación de explotación, a una de cuidados y convivencia.
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