Bien sabemos en Chile que la relación entre las empresas y la política es un asunto particularmente complejo, lleno de riesgos y desafíos. En los últimos años estas conexiones han estado en la primera línea del debate debido a la corrupción, al tráfico de influencias, al financiamiento ilegal y a una serie de fenómenos que nos invitan a mirar con especial recelo las interacciones del mundo público y del mundo privado.
Pero, con cierta perspectiva y buena fe, es relativamente fácil observar que se trata de una relación inevitable que, bien llevada, podría incluso implicar desarrollo y democratización. En otras palabras, más que demonizar, deberíamos transparentar.
El caso de Dominga -proyecto que ha vuelto a la palestra en los últimos días debido a su aprobación por la Coeva de Coquimbo- es un claro ejemplo de los riesgos y las responsabilidades que tenemos al abordar esta interacción entre negocios y política. Hablamos de un proyecto de gran envergadura que implica la construcción de una mina de tajo abierto, de un puerto y de una desalinizadora en los alrededores de la comuna de Higueras, muy cerca del Archipiélago de Humboldt, uno de los ecosistemas con mayor biodiversidad del mundo.
El asunto no es menor. La gran envergadura del proyecto invita a pensar que se trata de una discusión que nos seguirá acompañando por largo tiempo. La institucionalidad ambiental está operando y los aspectos regulatorios del país -bien conocidos por la empresa al momento de embarcarse en esta aventura- entran a la discusión como factor esencial a la hora de juzgar la iniciativa. Sin embargo, resulta evidente que el entorno que rodea a Dominga no se reduce a los aspectos eminentemente técnicos del proceso en que están inmersos, sino que también a asuntos políticos muchos más difíciles de interpretar.
En solo un par de días, todos los candidatos a Presidente de la República -salvo José Antonio Kast- han manifestado sus reparos a la iniciativa. Desde profundos rechazos a matizados desacuerdos. De la misma forma, hemos podido observar las demostraciones de parlamentarios y convencionales constituyentes llamando a rechazar el proyecto con carteles y declaraciones. Junto a eso, hemos visto cómo el caso se ha vuelto nuevamente una tendencia en redes sociales, con reportajes internacionales, declaraciones de activistas y las críticas de muchos ciudadanos a través de sus plataformas personales. Poco importa la opinión de los ciudadanos de la zona afectada -de los cuales 1.600 han firmado el acuerdo marco promovido por la empresa- cuando el clima de opinión dominante es tan adverso.
Y bueno, es en ese entorno donde opera la "institucionalidad ambiental". Con ese grado de presión y con esos intereses que, muchas veces, van más allá del verdadero desarrollo sostenible para nuestro país. ¿Lo que sigue? Una nueva sesión del comité de ministros donde deberán pronunciarse sobre el proyecto. Hablamos de esa misma instancia (política) que provocó el quiebre del equipo económico de la Presidenta Bachelet, con dos ministros y un subsecretario renunciando a solo meses de terminar el mandato.
El camino no será fácil, ni para quienes se oponen ni para quienes promueven el proyecto. En medio de una pandemia y de la crisis política más relevante desde el retorno a la democracia, resulta bastante evidente que en los años venideros tendremos el enorme desafío de recuperarnos económicamente. Eso no puede ser a cualquier costo, está claro.
Por lo mismo, urge que este debate no termine siendo absorbido por las pasiones propias de las trincheras. Necesitamos parar, reflexionar y escuchar. Dialogar responsablemente sobre qué desarrollo queremos para nuestro país, incorporando la dimensión técnica y política del proyecto. Y para eso, debemos ser capaces de dejar a los vociferantes en un segundo plano.
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