Las cosas por su nombre ¿estamos colapsados?

La manera en que entendemos las cosas parte por cómo las nombramos. La palabra que elegimos para comunicar, por ejemplo un hecho noticioso, delimita el sentido en que será entendido. Qué término usaremos para nombrar lo que queremos comunicar no es un asunto baladí. La palabra elegida enmarcará la forma en que conoceremos la información y contribuirá a dotar a lo informado de una carga emotiva específica. Escribo aquí sobre el “colapso”, ¿es tal?

El uso cada vez más recurrente de esta palabra, el “colapso”, para dar a conocer una noticia da cuenta de los modos en que los actores y los medios manejan la mezcla entre información y emoción. Año tras año, un poco antes o un poco después, vemos circular en los medios similares pautas noticiosas sobre las complicaciones que traen consigo el invierno, los feriados largos y la situación de las carreteras, entre otros.

El ciclo noticioso se repite en torno a los ejes contaminación-restricción vehicular,  urgencias respiratorias, campaña de invierno,  situación de los peajes en las carreteras. Los noticiarios nos presentan un país colapsado.

Abundan titulares del tipo “hospitales colapsados”, “colapsan urgencias por crisis respiratorias”, “colapsa la salud pública”, “colapsan las autopistas”, “aeropuerto colapsado”. Seguro esto nos trae recuerdos, porque si bien aluden en principio situaciones contingentes y noticiosas, su contenido podría perfectamente haber sido reciclado de una nota del año anterior, a la vez que nos convoca a una emoción de agobio.

Más que discernir sobre las falencias en la entrega de las prestaciones, quisiera en esta columna poner de relieve cómo se construye realidad comunicacional a partir de un término tan extremo, tan al límite.

Y es que hablar de colapso puede denotar simplemente una disminución o paralización de alguna actividad, pero también conllevar el sentido de caos y confusión, carga emocional que pisa la frontera del colapso como sinónimo de desplome, de derrumbe de lo que se ha construido, como el acabose. Y vaya que son diferentes las consecuencias, las soluciones y las responsabilidades en un caso o el otro.

Vale preguntarse si no estaremos llegando con demasiada facilidad a los extremos, acostumbrándonos a mirar los problemas de nuestro tiempo siempre desde el borde del barranco, afectados por la emoción del vértigo, al definir nuestra cotidianeidad como un colapso permanente. 

La diversidad de plataformas mediales y la actual capacidad de cobertura de los medios nos permiten estar al día y vivir los acontecimientos, espectáculos y crisis, en tiempo real. Nos sentimos parte y los vivimos en carne propia, lo que es una enorme oportunidad para construir una sociedad más dialogante y reflexiva.

Sin embargo, si el tono que predomina al comunicar es el de un deterioro permanente, tengo la impresión que estamos contribuyendo, como una profecía auto cumplida, a una sociedad abrumada, triste, en que la sensación de colapso puede invadir nuestro quehacer cotidiano.

¿Habrá llegado el momento  de obligarnos a ponderar y pensar que haremos una mayor contribución a la sociedad si nominamos con menos carga dramática los acontecimientos de la vida diaria y la política? 

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