Por primera vez en un siglo, la más reciente y masiva irrupción en el espacio político del pueblo trabajador de Chile, desplegada a partir del estallido del 18 de octubre del año 2019 y que en su sexto aniversario sigue aún en pleno curso, aparece huérfana de una fuerza política revolucionaria que la dirija; es decir, de una organización cuyo propósito esencial sea intentar conducirlo precisamente en estas circunstancias y que siempre subordine a este propósito todo su accionar.
Esta ausencia se origina principalmente en la participación de los partidos de centro e izquierda en gobiernos democráticos que siguieron a la dictadura, todos los cuales postergaron las reformas necesarias para acabar con su abusiva herencia y generaron así la actual crisis política nacional; es decir, la pérdida de legitimidad y con ello la autoridad, del conjunto del sistema político. Estos partidos incluyen a todos aquellos que condujeron, en diferentes alianzas y con brillo universalmente reconocido, las grandes irrupciones populares del siglo XX y también al novel partido formado por la brillante generación de dirigentes estudiantiles que encabezó las movilizaciones del año 2011.
Esos gobiernos sin duda realizaron muchas obras en beneficio del pueblo y el progreso del país pero jamás intentaron siquiera acabar con los grandes abusos impuestos tras el 11 de septiembre de 1973. Buscaron, en cambio, todos ellos –explícitamente- el acuerdo con los grandes abusadores. Esa es la causa principal del estallido popular conocido como 18-O y explicitada en su brillante consigna "no son 30 pesos son 30 años".
Como queda en evidencia en la investigación histórica y teórica desarrollada en el ciclo "Revolución Social en Chile, en el Centenario de Lenin y Recabarren", disponible en cendachile.cl, ello inevitablemente provocó la deslegitimación del sistema democrático mismo, arrastrando a dichos partidos e impidiendo, hasta ahora, que puedan conducir hasta su culminación un curso de solución progresista de la crisis política actual.
El cauce democrático que el sistema político democrático chileno -fiel a su secular tradición de flexibilidad- abrió tras el 18-O, con el acuerdo constitucional del 15 de noviembre de 2019, conocido como 15-N, se frustró asimismo, principalmente, por la opción paralela del gobierno del Presidente Boric de continuar la senda de sus predecesores y postergar nuevamente las reformas necesarias para acabar los grandes abusos buscando, en cambio, acuerdos con los principales abusadores.
Esta estrategia, exaltada como "política de los acuerdos", que puede haber resultado adecuada en la primera década de la recuperada democracia, caracterizada como una fase de "calma chicha" en el ciclo de actividad política popular (Harnecker 1985), acabó siendo, en cambio, la causa principal del 18-O y también del fracaso del 15-N.
La insistencia en esta estrategia por parte del gobierno del Presidente Boric, en plena fase desplegada del ciclo de actividad política popular, agudizó la deslegitimación de la autoridad política democrática. Arrastró a ella al nuevo gobierno y a la propia Convención, situación que se ha extendido en mayor o menor medida a todas las instituciones del Estado. Ello torna hoy la vida insoportable y mantiene a la ciudadanía en estado de crispación, en todos los ámbitos de la vida del país.
Felizmente, al momento de escribir estas líneas, el pueblo trabajador de Chile ha irrumpido nuevamente en el espacio político de modo inesperado, sorprendente, masivo y definitorio, como siempre sucede. Sin preguntar nada a nadie, ha abierto un cauce democrático inédito para resolver la crisis política nacional en curso. Sencillamente votando, depositando su confianza en una persona, en una mujer que ha reconocido como una de las suyas, otorgándole de este modo la inmensa autoridad requerida para conducir al conjunto de las fuerzas democráticas y progresistas y realizar de una vez por todas las postergadas reformas necesarias para acabar con lo que se inició el 11 de septiembre de 1973. La historia pronto dirá si cursa por ese cauce.
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