Podemos condenar el golpe de estado, por supuesto; y levantar la voz para denunciar los crímenes ocurridos en la dictadura, exigir a la clase política un "Nunca Más" respecto de las violaciones a los DD.HH. y, por supuesto, que ninguna circunstancia justifique un golpe, el romper la institucionalidad democrática que es el único régimen político que sirve como garante civilizatorio que permita la convivencia en paz, la tolerancia política, la justicia, y desde sólo desde allí la necesidad de un desarrollo social.
Sí, denunciar y condenar, pero al mismo tiempo, en forma simultánea podemos explicar las causas del quiebre, las responsabilidades que recaen en los distintos sectores de una sociedad, que si bien veía venir el colapso, no sólo no hizo nada para evitarlo sino que probablemente aceleró la crisis para llegar a un punto de no retorno. Las culpas ahí son diversas y amplias y el análisis aún resulta incompleto.
Plantear la pregunta de si el golpe era o no evitable constituye un asunto de imposible respuesta. Nadie sabe qué hubiera pasado si éste no se hubiera producido, si se hacía o no un plebiscito, si efectivamente estábamos en un callejón sin salida, si el quiebre se produjo desde el día mismo en que fue electo el presidente Salvador Allende o si la crisis empezó a larvarse paulatinamente mientras veíamos el debilitamiento de nuestra democracia años antes. No sabemos cuánto afectó realmente la Guerra Fría o el intervencionismo descarado de las potencias en disputa que movilizó gente y recursos en pos del enfrentamiento, o cuánto pesó el afán romántico y revolucionario de un sector enfrentándose a un reformismo incapaz de entregar soluciones definitivas a los problemas de América Latina o de otro anquilosado en su cómoda posición de poder.
No es aceptable que una cosa, la condena al golpe y sobre todo una condena definitiva y sin subterfugios de ninguna índole a las violaciones de los DD.HH., impida a la otra el hacer un análisis a fondo de las responsabilidades políticas del quiebre democrático, y hacerlo con la generosidad y humildad que los nuevos tiempos exigen. Pero hoy, que está tan en boga la cancelación de las opiniones contrarias, la eliminación de los matices explicativos, acusaciones mutuas enardecidas y altisonantes, la mirada simplista y parcial de procesos históricos complejos, la arrogancia ideológica como religión, las ideas propias como dogma de fe hacen imposible el encuentro civilizatorio de una clase política electa precisamente para arbitrar y gestionar los temas del estado con sabiduría, moderación y prudencia para poder avanzar siempre hacia una patria común más buena y justa para todos.
Nuestro quiebre, qué duda cabe, no sólo obedeció a las lógicas políticas internas propias, sino también a las disputas ideológica se incluso militares de las grandes potencias que se disputaban el mundo entonces, y que veían en algunas democracias de frágil tránsito institucional, el escenario ideal para ensayar sus modelos autoritarios bajo el velo indisimulado de la construcción de utopías cuyo beneficio no era sino sólo para las propias metrópolis hegemónicas, y no para una ciudadanía ansiosa de cambios.
Ninguno de los paradigmas dejaría al otro desplegar sus fuerzas ideológicas, no al menos, sin la interferencia grotesca de su adversario; de nada servían los llamados al diálogo o a la paz, unos y otros se enfrentaban en las calles como enemigos acérrimos, motivados por una verborrea fácilmente transformada en violencia.
A su vez, los partidarios del gobierno, divididos por la velocidad de los cambios, aspiraban unos a tomar por la fuerza el poder para derribar una sociedad que la consideraban burguesa, asumiendo los clásicos giros lingüísticos de la época, mientras que los más moderados se conformaban con aplicar el programa en el marco de la institucionalidad vigente; y en la oposición, algunos pretendían mantener sin modificaciones la estructura social de un país que no lograba sacudirse de una impronta decimonónica en la relación entre la justicia social, la democracia y el poder, versus otros que sólo veían con preocupación el desmoronamiento de la institucionalidad de un país que pese a sus atrasos gozaba aún de tener una democracia estable, en el contexto de una Latinoamérica de caviloso andar.
Los proyectos políticos exacerbados a la saciedad no daban cuenta cabal de la necesidad de los chilenos, por eso, tal como ocurre hoy, aunque usando probablemente otra terminología, las clase medias con los sectores obreros y campesinos transitaran entre la esperanza de un cambio, apoyando mayoritariamente los similares proyectos de los candidatos Allende y Tomic, hacia el desencanto que produjo la sensación instalada (verdadera o falsa) de una excesiva ideologización provocada por la verborrea de algunos dirigentes políticos, una agenda social extraviada en realismos, la polarización de grupos que legitimaban la violencia para el aceleramiento de los procesos, aparte de una ciudadanía presionada por la inflación, el desabastecimiento y la idealización de un modelo que en los hechos se distanciaba de la democracia, como al menos la conocíamos en esta parte del mundo.
Por todo lo anterior, para nadie fue sorpresa el golpe, más allá de que éste haya sido deseado o rechazado; el golpe era comentario obligado en la sobremesa, el final de una crisis generada multifactorialmente, cuyo análisis definitivo aún parece pendiente. A pesar del agua corrida bajo los puentes, aún enfrentados se encuentran modelos políticos superados por el tiempo, artificial y exageradamente tensionados, cuando las mayorías ciudadanas probablemente tengan más acuerdos en común que cuestiones que los diferencien.
Si superamos los afanes políticos transitorios de las élites de turno, las mezquinas ventajas coyunturales que supone el momento político, los aciertos y desaciertos de los relatos construidos para la galería y los medios, la mayoría de las veces desafortunados e irritantes, nos encontraremos que las razones de nuestro quiebre democrático están plasmadas en miles de documentos, libros, relatos, películas, programas de televisión y documentales, estudios y ensayos del más diverso origen y color político, testimonios de víctimas y victimarios muchas veces que más allá de sus diferencias, y haciendo mea culpas, introspecciones más o menos públicas del rol que cada uno desempeñó en la crisis. En este compendio de razones que han dado cuenta con asombrosa similitud de lo que significó el golpe de Estado en nuestra convivencia democrática y cómo nos marcó en estos cincuenta años que han seguido, nos encontramos la inmensa mayoría de los chilenos, que no queremos seguir culpando a los otros de los errores propios, ni hacerlos parte de lo mismo a todos aquellos que no piensan necesariamente como yo.
Es perfectamente posible tener un discurso condenatorio respecto de las atrocidades cometidas por la dictadura, por cierto, independiente de las eventuales responsabilidades políticas y desaciertos de la Unidad Popular, no pueden justificarse bajo ninguna circunstancia las horrendas violaciones a los DD.HH., ni establecerlas como consecuencia de un hecho institucional fallido, y menos aún como método sistemático de aniquilación, incluso en tiempos de guerra, seguir buscando la verdad respecto del destino de los detenidos desaparecidos, juzgar a los culpables y exigir al país un pronunciamiento claro al respecto; pero al mismo tiempo, razonar respecto de las causas de nuestro quiebre democrático, tratar de entender los móviles, los vectores que se cruzan para explicar el enfrentamiento político que derivó en tanta violencia incluso mucho antes del golpe de estado mismo, qué valores se extraviaron, cómo se carcomieron las fundaciones estructurales de la democracia, cómo fuimos capaces de abrazar ideologías excluyentes en vez de buscar acuerdos donde nos encontráramos como compatriotas, hijos de una misma historia y dueños de un mismo destino.
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