Bajo pueblo, desposesión y montaje: El caso de Chilezuela

Ha sido un estallido a la chilena ¿qué duda cabe?, en este país insular y sísmico, como una erupción volcánica, como un terremoto grande; calamidades cíclicas similares, en el plano social, vertebran nuestra historia.

El profesor Gabriel Salazar cuenta 23 masacres del ejército contra el pueblo desarmado, y algo así como 5 irrupciones masivas, estilo malón, del bajo pueblo en la vida de la ciudad.

Esa periferia que siempre estuvo fuera de la ley, y que si hoy ha venido a manifestarse sin las armas del Narco, tal vez se deba más que nada a que el Narco es otra herramienta más de dominación, unida mediante vínculos que le son vitales, a la clase política y a las fuerzas armadas.

Este bajo pueblo nunca bien integrado, y al que en los últimos 50 años, no se le ha dado jamás una oportunidad para eludir el suplicio mental a que lo somete la publicidad y el consumismo.

No es raro que, a imagen de la ferocidad y el desparpajo teatralizado por delincuentes de cuello y corbata, corruptos y coludidos, hayan protagonizado incendios y saqueos, eventos, por lo demás, como consta profusamente en grabaciones y testimonios, relativamente administrados e incluso facilitados por la fuerza policial.     

Ahora bien, la acumulación por desposesión (el concepto es de David Harvey, y describe bien la esencia del neoliberalismo) puso tanta presión sobre el pueblo chileno, que ya simplemente la rabia y las ganas de quemarlo todo, de que se vayan todos, se volvió inmanejable.

En respuesta, algunos millonarios locales incluso han anunciado por la prensa, que van a tener que meterse las manos en los bolsillos, fórmula que evoca aquella otra, considerada desafortunada en su momento, del candidato Alejandro Guillier, en que había que “meterle la mano en el bolsillo a los más ricos”.

Con todo, es probable que el colapso del modelo se deba a su propia inercia, es decir, de un momento de crisis del neoliberalismo a nivel global. A juzgar por lo que ocurre en otras partes del mundo (de Hong Kong a Beirut, de Quito a Barcelona, por la vida impagable y la corrupción política, en diferentes combinaciones) el neoliberalismo aparece como un sistema que ha sido puesto en jaque, y aquí en Chile le tocó el turno a Piñera, rodeado esta vez, para peor, de tecnócratas sin empatía y de nostálgicos de Pinochet. 

El tropo de “meterle la mano en el bolsillo a los más ricos” de Guillier, tuvo su correlato, en la última elección presidencial, con el miedo, agitado desde la derecha dura, a que Chile deviniese Venezuela, o mejor dicho, y recordando una burla que entonces circuló, que Chile deviniese Chilezuela: un país caótico a fuerza de fórmulas populistas y de izquierda.

Con el estallido social de octubre último, este juego de palabras cobra nueva vigencia y significado: según la derecha dura, por un momento Chile estuvo en Guerra con peligrosos agentes secretos que quisieron transformar Chile, mediante un complot internacional y el uso de la violencia, en Chilezuela.

Desde Estados Unidos y la OEA, han querido vincular los acontecimientos en Chile a la injerencia de venezolanos, cubanos e, incluso, los rusos.  

Para nosotros, ocurrió una especie de reacción química a nivel social: se abrió una brecha para otra  irrupción del bajo pueblo en la ciudad, pero también cuajó una conciencia social de nuevo tipo, en un momento fundacional, de suspensión del tiempo histórico, caracterizada por un despliegue de creatividad popular pocas veces visto, con motoqueros fantaseados de halloween portando banderas No Más TAG, desafiando cerca de Plaza Italia a las fuerzas especiales de carabineros (escena de la que fui testigo), multitudes reunidas por una súbita alegría y un sentimiento común de ultraje y contra el abuso, enarbolando banderas del país mapuche, marchando juntas por el fin de las AFP y por una Asamblea Constituyente, para una Nueva Constitución.

Adolescentes feministas, grupos de liberación animal, sintonizando espontáneamente a Víctor Jara y coreando “El-Pueblo-Unido-Jamás-Será-Vencido”. Una masiva convergencia rebelde, que dos semanas atrás parecía impensable, original, creada en Chile.     

Detengámonos ahora, por un momento, en la semana previa al estallido, la de aquella normalidad a la que casi nadie quiere ya volver. ¿De qué se hablaba? De que la sequía no era sequía, sino saqueo. Esto ya se decía, por lo menos, a nivel de la calle y de las redes sociales, pues los grandes medios de comunicación estaban más ocupados sirviéndonos a la Greta Thunberg y los Friday for Future. El otro tema, era el proyecto laboral de las 40 horas, que tenía al gobierno entre la espada de la opinión popular y la pared del empresariado.

Y luego, como guinda de la torta, las evasiones en el metro de Santiago: otra vez los estudiantes querían jugársela al presidente, como en Piñera 1.

¿Cómo reaccionar? Pero este era otro Piñera, Piñera 2, tironeado desde la derecha por neo-fascistas tipo J. Kast, tuvo la mala idea de prestarle oídos a los nostálgicos de Pinochet, y ya el fiscal a cargo sabrá decirnos la versión oficial.

Pero no sería improbable que, igual que con el Comando Jungla y el montaje para matar a Camilo Catrillanca, hayan recurrido a una estratagema del mismo tipo, con el fin de recuperar, por la vía del trauma, el control de la agenda. 

Me refiero a los incendios del Metro de Santiago, ocurridos el viernes 18 en la noche, por obra, nos han tratado de hacer creer, desde Cecilia Morel para abajo (con su famoso audio sobre alienígenas) de peligrosos agentes extranjeros, agentes de Chilezuela, provistos de tecnología cubana. ¿Realmente lo creyeron?

¿Realmente creyeron en palacio que iban a yugular las demandas populares (las 40 horas, la recuperación del agua, el rechazo a las alzas y los cobros abusivos) mediante un recurso al miedo, asustando a la población con historias de guerras y sabotajes, y exponiendo a los militares en las calles?

Ya sabemos la respuesta. Ahora, mientras la clase política y los empresarios tratan de procesar el acontecimiento más importante para Chile en lo que va del siglo, y que se sigue desarrollando en tiempo real, el gobierno parece aún incapaz de salir del enredo que él mismo se construyó.          

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