Biografía de Edwards, el niño mimado de la CIA (II)

“Agustín Edwards Eastman. Una biografía desclasificada del dueño de El Mercurio” (Debate, 2014), del periodista Víctor Herrero, nos muestra de un modo fehaciente que las cinco generaciones que han llevado este nombre, resultaron influyentes en las esferas más importantes de la vida de la nación.

Sin embargo, dada la extensión y profundidad del análisis historiográfico del libro, nos abocaremos solo a un período reducido del ejercicio de dicha influencia, centrándonos en el quinto Agustín y su abierta cruzada para que Allende no sea Presidente y, luego, para obstaculizar su mandato a grados que hagan plausible una intervención militar articulada desde Washington.

“Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo. Lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio”, dice Eduardo Matte Pérez en una entrevista publicada en 1892. Ese es el tono discursivo y la visión de la aristocracia en el ocaso del Chile decimonónico y no variará gran cosa en el transcurso del siglo XX, máxime ante la amenaza de que ese poder que abomina Matte llegue al Ejecutivo con el pacto de la Unidad Popular.

Agustín Edwards Eastman, a quien siempre llamaron Doonie de cariño, como el niño inglés que era, comienza a transitar de la inseguridad al simple terror cuando, en 1964, Allende parece tener opciones ingentes de ganar las elecciones. En ese temprano momento opta por apoyar al candidato democratacristiano, Eduardo Frei Montalva, y por buscar apoyo imperial. Con eso en mente, “se embarcó a Estados Unidos (…). Su idea era ayudar a los estadounidenses a diseñar su plan político, conseguir financiamiento para Frei y colaborar con las campañas de propaganda”.

En esta ocasión, además de reunirse con su amigo David Rockefeller, tuvo una cita “con John McCone, el director de la CIA”. Dentro de este plan estuvo “proveer a Frei algunos organizadores de la Democracia Cristiana italiana como asesores en técnicas de campaña” así como “tratar de manera discreta, a través de contactos regulares con militares y policías chilenos que no sean políticos, de elevar su nivel de conciencia acerca de la subversión que ocurriría durante un Gobierno de Allende”.

Se señala, en este contexto, que “el principal contacto de la CIA, así como de las corporaciones americanas en Chile, era la organización de Agustín Edwards”; es decir, El Mercurio.Los empresarios norteamericanos que operan en Chile dan crédito a la estrategia de Doonie, y ofrecen dos millones de dólares a Washington para apoyar la candidatura de Frei Montalva.

Lo curioso es que Edwards se pasa de revoluciones al notar la importancia de su rol mediador.La CIA “expresó su más grave preocupación por las actividades e indiscreciones” de Doonie, quien “parece disfrutar el juego de policías y ladrones”. Finalmente, la CIA le pide a un amigo de Agustín que lo reprenda. Pero no era lo único que alegaban en contra suya. Un influyente agente dice que, además de indiscreto, lo considera tacaño y abusivo: “lo que no le gustaba de este empresario era que trataba de desangrarnos a nosotros [EE.UU.] y no pagar él mismo”.

Un dato revelador: en toda esta marcha trepidante por detener a Allende, la CIA incluso abasteció “el marcado chileno con carne de vacuno de Argentina con el fin de bajar los precios”.

Asimismo, estas acciones encubiertas desarrollaron una “campaña del terror, la que se apoyó fuertemente en imágenes de tanques soviéticos y de pelotones de fusilamiento cubanos y que se dirigió en especial a las mujeres. Organizaciones democratacristianas repartieron cientos de miles de copias de una carta pastoral anticomunista del papa Pío XI”.

La estrategia tiene buenos resultados y el objetivo se logra: Frei gana las elecciones. Solo unos años después, empero, comienza algo escabroso. Herrero dice: “solo entre 1968 y 1969, unos 240 oficiales de las Fuerzas Armadas chilenas asistieron a cursos de especialización en la Escuela de las Américas de Panamá”, centro de entrenamiento militar de EE.UU., donde se graduaron, entre otros, Massera, Videla, Viola y Galtieri, “los jefes de la dictadura argentina instaurada en marzo de 1976”. Los nombre chilenos no son menos legendarios: “Miguel Krassnoff, Armando Fernández Larios (…) y Odlanier Mena”, entre muchos otros.

Pese al éxito conseguido, para la elección de 1970 la CIA no siguió la misma táctica, dado que los republicanos, a diferencia de los demócratas, no confiaban en la falange. Es más, Kissinger sugirió a Nixon abstenerse incluso de apoyar a Jorge Alessandri, el candidato de la derecha, y hacer, en cambio, una fuerte campaña anticomunista.

En marzo de ese año, Edwards nuevamente “se embarcó rumbo a EE.UU. para tratar de convencer a Washington de enmendar su estrategia política”. Otra vez se reunió con Rockefeller, quien “puso a su amigo chileno en contacto con Kissinger”.

Tras la reunión, en junio, la CIA dispuso 300 mil dólares para la campaña anti Allende. Los empresarios norteamericanos sí escucharon a Doonie y ofrecieron medio millón de dólares para apoyar a Alessandri, los que debían ser canalizados por vías externas al Gobierno de Nixon.

Para esta época ya existen complejas campañas de desinformación, como las realizadas con encuestas falsas que dan al candidato de derecha por vencedor, todas gestionadas por el propio Agustín Edwards. También, “las radios, los diarios y los muros chilenos se vieron inundados a partir de mayo de 1970 por anuncios de dos organizaciones civiles hasta entonces desconocidas. Se trataba de los movimientos Chile Joven y Acción de Mujeres de Chile. Ambas pintaban un cuadro apocalíptico en caso de un triunfo de Allende”.

Todo esto forma parte del sostenido esfuerzo de la CIA por evitar que Chile sea el primer país comunista vía elecciones, y con dineros que llegaron, nuevamente, a través de El Mercurio.

La amenaza era tal que, al mismo tiempo, “más de ochenta oficiales de la Marina estadounidense habían solicitado en el Consulado de Chile visas para ingresar al país”. Al indagar, el Departamento de Estado de EE.UU. dio una respuesta un tanto risible: era “una banda de orquesta de la Marina”; lo extraño es que la mayoría “eran oficiales entrenados en inteligencia y contrainteligencia”.

A partir del 1 de septiembre de 1970, Herrero comienza una interesante cronología diaria de Edwards. Allí se describe cómo asiste varias jornadas seguidas a una notaría para “entregar un amplio poder para que Hernán Cubillos, su hombre de mayor confianza, se hiciera cargo de la administración de casi todas sus empresas”. Envía, el día anterior a las elecciones, a su familia a Buenos Aires.

Tras el triunfo de Allende, comienza un acelerado trabajo de Edwards y Washington para que el Congreso no lo ratifique, como era necesario en aquel entonces para que el Presidente electo asumiera como tal. Se hace énfasis, asimismo, en cómo a horas de la elección “ya figuraban en los planes de acción de EEUU” realizar “algún tipo de intervención militar”.

La corporación estadounidense International Telephone Telegraph Company (ITT) comienza “un intenso lobby para que Washington impidiera que Allende entrara a La Moneda”. Entre los miembros del directorio de la empresa, con importantes operaciones en Chile, está John McCone, ex director de la CIA, quien se compromete a entregar “como mínimo un millón de dólares” para la causa anti Allende.

El 10 de este mes, Doonie sale del país rumbo a Buenos Aires, y el 13 parte a EEUU para seguir las gestiones contra el bloque de la Unidad Popular. Uno de los agentes de la CIA ve a Edwards inestable y confuso por los sucesos que acaecen en su país: “A ratos se ponía emocional y frecuentemente divagaba”, señala. En sucesivas reuniones, Agustín da cuenta de la disposición favorable de las Fuerzas Armadas para una intervención militar, y describe minuciosamente su equipamiento militar y a sus principales líderes. En este contexto, se planea el Proyecto Fubelt, también conocido como Track II, cuyo “objetivo es una solución militar” al problema chileno.

Allende no es ingenuo y se refiere a El Mercurio como “el diario norteamericano escrito en castellano”. El periódico, en este momento, recibe una inyección “de plata fresca” por parte de la ITT mediante publicidad. Le transfieren, entonces, 200 mil dólares desde una cuenta de la corporación en un banco de Zúrich.

Sin embargo, nada de esto surge efecto y el Poder Legislativo confirma a Allende como Presidente. En esos instantes decisivos, la CIA despacha un mensaje secreto a la estación de la agencia en Santiago donde señala que “es una política firme y continua que Allende sea derrotado por un golpe de Estado”.

Esto, pese a que aborta su apoyo al primer proyecto de insurrección de los uniformados. Se trata de la intentona del general Viaux, quien se propone, tras el secuestro de Schneider (que terminaría con la muerte del general plagiado), una sublevación del Ejército. Aunque en un principio el plan ha sido articulado e incluso financiado por la CIA, la entidad desiste al ver que Viaux está solo.

En Estados Unidos, Agustín Edwards asume como “vicepresidente internacional” de PepsiCo. En Chile, en tanto, ya comenzaban a intervenir sus empresas. Pero su labor política no cesaba. Dado que estaba mal económicamente, a fines de 1971 solicita fondos a Estados Unidos. Kissinger pide a Nixon que autorice “un financiamiento encubierto de 700.000 dólares para El Mercurio, bajo la condición de que El Mercurio lance una intensa campaña de propaganda en contra de Allende”, lo que es cumplido a cabalidad, sobre todo después que le entregan 300 mil dólares adicionales.

Cinco meses después, en febrero de 1972, “emisarios de El Mercurio volvieron a la carga solicitando más recursos”. La CIA entiende que El Mercurio es cardinal para sus objetivos, y se aprueban 965 mil dólares. Así, se le entregan a Edwards “dos millones de dólares en menos de siete meses”. Y EE.UU. recibe retorno sobre su inversión: “A partir de 1972, el diario reforzó su campaña en contra de la Unidad Popular (…) publicando casi a diario editoriales criticando al Gobierno de Allende”. Y también con notas y entrevistas.

Una de ellas, memorable, es al cura Hasbún, quien sentencia que “al marxismo le es consustancial la mentira; el marxismo es una filosofía, es una escuela espiritual que necesita, como las moscas, nutrirse de la mugre, de la basura”.

Pero también “El Mercurio comenzó a utilizar en su portada técnicas de propaganda que habían sido ideadas por los aliados occidentales durante la Segunda Guerra Mundial, y que después la CIA y el pentágono afinaron en diversos manuales de guerra psicológica”.

Un ejemplo: escasamente publicaba una foto de Allende en la primera página, “pero cuando lo hacía era siempre junto a titulares de otros artículos que hablaban de tanques soviéticos, marxismo internacional, caos económico, inseguridad social o una noticia relacionada con muerte”.

En medio de este camino furibundo, a Doonie lo sorprende el Golpe de Estado. Para entonces, se ha consolidado en su cargo directivo de la PepsiCo, sus hijos estudian en prestigiosas instituciones de élite, su madre y familiares lo visitan con frecuencia en su fastuosa mansión.

El 11 de septiembre, Edwards se encuentra cenando en un lujoso restorán de Barcelona, en el marco de una comida de la transnacional donde se desempeña como alto ejecutivo, cuando, tras contestar un teléfono, vuelve a la mesa y dice a los comensales, emocionado: “Sí, mi amigo Almirante Merino ya se ha hecho cargo de la situación”. No cabe en sí de júbilo. Aquello contra lo que ha luchado durante casi una década, se desploma al fin, estrepitosamente, luego del bombardeo a La Moneda.

En ese momento, empero, no da por finalizada su misión de guiar los destinos del país: ahora debe luchar para que se escuchen las teorías, para algunos excesivas, se diría que extravagantes, de la Universidad de Chicago, en las que cree ciegamente. El futuro se encargará de darle otra vez la razón, y nuevamente mediante las diligentes gestiones de su gran amigo, el Almirante José Toribio Merino, quien convence a la Junta de las bondades del neoliberalismo.

Esta es solo una breve aproximación a “Agustín Edwards Eastman. Una biografía desclasificada del dueño de El Mercurio”, libro que ofrece una revisión histórica, política y económica no solo de los Edwards y sus cercanos, sino de cómo se manejaron las élites durante los últimos dos siglos en nuestro país.

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