La presentación de Dorothy Pérez en la última Enade ha profundizado el debate sobre corrupción y eficiencia en el Estado. Pese a que su asistencia no constituía un hecho inédito, sigue siendo poco usual que el estamento que representa abra sus puertas y comunique a la sociedad su función. En ese contexto, lo que marcó el día fue la ovación recibida por la audiencia, mayormente compuesta por empresarios y actores privados que, dicho sea de paso, suelen mirar con cierto recelo la función pública y su burocracia.
Puesto así, el escenario era el óptimo para presentar los problemas de la administración del Estado y, más todavía, para enfocarse en los logros de la fiscalización de los últimos años. El discurso interesó al empresariado, pero lo cierto es que también interpreta a la sociedad en general.
Para ilustrar este último punto, podemos centrarnos en el caso de la Región de Valparaíso. En el año 2022, al inicio de la administración del Presidente Boric, la población de la zona consideraba que la delincuencia era el problema más urgente del país, seguido por la inflación, la educación, la salud y, en quinto lugar, la corrupción. En solo tres años la situación ha cambiado significativamente, con el asunto de la corrupción avanzando al segundo lugar, por sobre cualquier derecho social (ver Encuesta de Opinión Política de P!ensa 2025). Si se hila más fino, podremos advertir que el ítem municipal peor evaluado este 2025 es precisamente el combate contra la falta de transparencia y probidad, con comunas en donde técnicamente hay un 0% de aprobación.
Estas cifras nos muestran que el problema de la corrupción está lejos de ser un asunto propio de las élites. Más allá de los factores que puedan incidir en las preferencias -lo que merece otra reflexión-, los sondeos nos hablan de una ciudadanía preocupada y en alerta, lo que se transforma en un patrimonio algo raro en el vecindario. Dicho de otra forma, los resultados indican que en Chile no normalizamos la corrupción.
Pero de esto también se desprende un desafío particular para las autoridades: asumir la tarea con dedicación, pero sin caer en el aleccionamiento moral. Este punto ha sido muy bien graficado por Carlos Peña a propósito del reciente fallo de SQM, que terminó absolviendo a una serie de figuras políticas involucradas. Por cerca de 10 años, los actores implicados fueron dejados con su vida pública en vilo, con todas las consecuencias psíquicas, económicas y sociales que eso implica. El problema es que estas situaciones no solo afectan a los sufrientes directos, sino a toda la sociedad en su conjunto, que ve un detrimento en su confianza hacia las instituciones y hacia una clase política que, según el derecho, no era tan culpable como se pensaba.
En resumen, la sensación de vivir en un país más corrupto es un problema real que afecta la calidad de vida de los chilenos y que podría tener consecuencias nefastas. Pero eso no debe llevarnos a propuestas maximalistas, ni a estilos mesiánicos, ni a narrativas demagógicas, ni a proyectos populistas. En el combate a la corrupción no necesitamos superhéroes, sino que, tal como sugería la misma contralora, autoridades sobrias que hagan su trabajo con excelencia y en silencio.
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