Es cierto que a partir de estos lamentables acontecimientos algunos estarán más preocupados de sacar pequeñas ventajas políticas, olvidándose de su propio tejado de vidrio (unos y otros han hecho lo mismo en su momento, lo que no lo justifica en absoluto); también lo es que no podemos sacar conclusiones apresuradas ni menos condenar a nadie mientras haya mucho aún por investigar; debemos ser coherentes y presumir la inocencia de todos los involucrados, es verdad. Pero los antecedentes conocidos hasta ahora en el caso "Convenios", no pueden sino catalogarse como los de un escándalo mayor y representan una marca indeleble de nuestra esquizofrenia política.
Al país le ha costado mucho aprender las lecciones que derivan de las malas prácticas que hemos conocido en los últimos años, asimilar estas enseñanzas como un deber ser definitivo de una democracia sana y fuerte, como parte de una identidad, de una forma de hacer las cosas.
De un tiempo a esta parte hemos ido descubriendo que en el ejercicio de nuestra política, en su más amplio espectro ideológico, muchos servidores públicos que han detentado cargos de representación popular o propios de designaciones políticas en el aparato del Estado han caído en una serie de actos de corrupción, para nada aislados como pensamos en su minuto con una cómplice ingenuidad y relativismo moral, comparándonos con países que han hecho de la trampa parte de su quehacer público. No.
No se trata tampoco sólo de víctimas de sus propias ambiciones que enfrentadas a una tentación humana han delinquido como muestra de su natural, comprensible y frágil debilidad como especie. No. Se trata de personas en plenas nociones de su poder, en conciencia absoluta de un ethos moral como políticos y servidores públicos que han debido atravesar todo tipo de rituales propios del poder en la ascensión de sus respectivos cargos; juramentos, promesas, simbolismo ante la bandera, reflexiones ideológicas colectivas, construcción de relatos donde la equidad, la justicia, la austeridad; incluso muchos de estos conceptos, como el del bienestar ciudadano o el de una verdadera revolución del quehacer democrático han sido el discurso combativo para seducir a la gente acerca de la conveniencia de optar políticamente por unos, "ellos", y nos por otros, "los de siempre".
Cada vez que estos actos de corrupción han aparecido o se han descubierto, o han sido investigados por la prensa, casi instantáneamente han surgido voces que desde una supuesta altura moral han pontificado para condenarlos y exigir las penas del infierno a los infractores, probablemente con justicia. También es cierto que cada vez que han ocurrido estos actos, unos y otros como personajes de una misma comedia, han hecho verdaderos mea culpas en la plaza pública y en las columnas de los medios, y han terminado por legislar una política más transparente y levantado barreras más eficaces para inhibir y castigar los dobles sueldos; las estafas; la malversación de fondos; el financiamiento ilegal de campañas; las triangulaciones mañosas y los beneficios irregulares o ventajas para familiares de altos funcionarios públicos con platas públicas o fondos reservados; de entre una larga lista de delitos que sin ser nuevos en nuestra política, porque son prácticas de 200 años de historia republicana, lo que sin duda no constituye ninguna atenuante, siguen indignando a la gente.
Esta rápida reacción pareciera al final que fuera una especie de prueba de la blancura del "nunca más", del "ahora sí hemos entendido", dando vuelta la página con preocupante agilidad, tanta que hasta uno olvida los nombres, los responsables, los instigadores, las mochilas cargadas de mierda de personeros que siguen apareciendo en todas partes con sonrisas de candidato permanente y liderando o presidiendo nuestros controvertidos y desprestigiados poderes públicos.
Vivir cada uno de esos episodios ha sido doloroso, ha significado el debilitamiento de las instituciones y como consecuencia de ello un importante deterioro de nuestra democracia. Sin duda avanzamos con la promulgación de nuevas normativas pero el precio que pagamos sigue siendo alto. La indignación de la ciudadanía para el estallido social también se explica con ver cómo a la desigualdad en el acceso de los bienes públicos se suma una clase política más preocupada de sus ventajas partidarias, de sus rencillas internas, de denostar al adversario, que de fundar una forma nueva de hacer las cosas, en cambio, construyen el discurso artificial de un supuesto estándar ético, cometiendo los mismos errores que en el otro han condenado con vehemencia, constatando que la estafa, el dolo, el abuso de los poderosos, no tienen la misma sanción que la del furtivo vendedor de películas piratas en la calle.
Durante un tiempo se instaló una negativa idea en un sector importante de la ciudadanía sobre los últimos 30 años de gobierno, sobre todo desde el retorno a la democracia, en tiempos en que la política exigía prácticas éticas y compromisos ciudadanos en la reconstrucción de una democracia avasallada por la dictadura. Por eso, duele constatar una vez más que sectores políticos, que pretendían erigirse como baluarte moral respecto de estos temas, aparezcan siendo parte de algunas de las más vergonzosas prácticas de defraudación, de irregularidades administrativas de este nivel y clientelismos propios de otra época.
Hemos avanzado en leyes, colectivamente hemos ido corriendo el cerco de la ejecución de la cosa pública en un marco ético. Muy bien. Pero nada será suficiente si los actores relevantes no asumen de verdad una responsabilidad de servicio a la comunidad, con el convencimiento moral de su momento histórico y el desafío permanente de pensar por los demás primero, por aquellos que sufren, y no por los bolsillos de los amigos o los propios.
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