Cuento de otoño

Hace mucho tiempo, al cambiar de siglo, salió el sol en el jardín. 

Hasta entonces sólo los gigantes egoístas disfrutaban de una luz artificial y fosforescente. Nadie, salvo, claro está, los egoístas de siempre y sus asesores podían entrar allí.

Los muros estaban hechos de oscuridad, de modo que jóvenes, ancianos, mujeres, hombres y niños se mantuvieran alejados, amontonados en lo que llamaban sus mejoras - ranchas construidas en cerros y acantilados. 

Cuando salió el sol, los egoístas y sus asesores tuvieron miedo. Su vida fosforescente provenía de las aguas negras que se conservaban en la fuente, de los bosques amazónicos que se regalaban a ganaderos, mineros y agricultores y los tesoros de los que se habían apropiado y que mantenían enterrados en medio del jardín.

El sol venía a poner orden, a procurar que las personas pudieran disfrutar de lo que los gigantes les habían quitado. 

El sol nada tenía de vengativo y no hubo ni asesor ni egoísta caído en desgracia. Solo que las personas pudieron acercarse a algunos árboles, arbustos y flores que crecían en el jardín.

Y así también pudieron conocer lo que era un doctor, lo que era un profesor, lo que era una casa. Más todavía, pudieron no sólo visitar sino que también comprar en el shopping mall, que era como el templo de esta mansión.

El jardín se veía hermoso con gentes de todos los colores que por allí paseaban, incluyendo a asesores y gigantes que - aunque mascullaban, - también iban al mall a saludar respetuosamente al sol. Venían encorbatados, presumiendo de expertos aunque su sola experiencia fuese la de extraer el dinero de los bolsillos de las personas y decir que en la administración de tales dineros eran maestros. 

Pero los egoístas lo son de manera gigantesca, de modo que no estaban dispuestos a compartir ni el más mínimo de sus tesoros, no importando cuán malamente los hubieran habido. Sus asesores idearon un plan. Escondieron un real en el bolsillo del sol y luego le acusaron de haberlo robado. Aunque en realidad no lo idearon, lo copiaron de una película que alguno de ellos había visto - porque los egoístas y sus asesores no se caracterizan por la creatividad sino por el ardid. “Los que llevan corbatas, que me buscaban, ahora desaparecieron”, reclamaba el sol.

Un asesor, deseoso de brillar tanto como el astro rey, comenzó la trama. 

Preguntó primero a su espejo si acaso él no era más luminoso que el sol, pregunta que terminó con el espejo arrojado en un desván. 

Furioso el asesor ordenó el arresto de esa estrella. "No estoy escondido, voy hasta allá para que sepan que no tengo miedo, que no voy a huir, para que sepan que probaré mi inocencia. Y que ellos hagan lo quieran", dijo el sol.

El jardín se oscureció. Los sombríos muros de la nada surgieron y todo volvía a ser como en el siglo anterior. Los gigantes y sus asesores no tardaron en hacerse de la fuente de las aguas negras, de los árboles de la selva, de los dineros de la salud, de la jubilación y de la educación de las personas y de cuantos tesoros hubiese por allí enterrados.

Ni consultores ni egoístas pensaban que un millón de luciérnagas alumbraban los cerros y quebradas y que, poco a poco, su parpadeo volvería a debilitar los muros y que, en menos de un siglo, serían ese gran sol que, por lo pronto, había sido confinado en una pequeña celda al sur del jardín.

Nota del autor. Es posible que este cuento se parezca a otros. Hay tantos gigantes, asesores, consultores estratégicos que uno se confunde. Más aún cuando tantos de ellos se han hecho del agua, del litio, del crédito, de la riqueza del subsuelo y de los sueños de tanta gente que no es curioso que haya versiones anteriores de la misma historia. Todas, eso si, pasan por un zapatito roto para después contar otra.

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