A 50 años del derrumbe de la democracia, observamos un esmerado intento revisionista de los acontecimientos. Como lo fue la reivindicación de funcionarios destacados de la dictadura, como fue el caso de su exministro del interior Sergio Onofre Jarpa. Sumado a esto, una tendencia a relativizar los crímenes más atroces del más oscuro período, como fue expresado por una diputada del Partido Republicano, al referirse a violaciones y torturas sexuales como "leyendas urbanas". Estos esfuerzos se entrelazan con los intentos de justificación del golpe mismo, mediante posibles antecedentes y causas esgrimidos por sus seguidores: "Yo justifico el golpe militar", señaló un diputado de la República, poniendo en palabras, lo que estaba latente.
Estas nos confrontan con un tiempo que claramente difiere de las conmemoraciones previas. Recordemos, por ejemplo, la conmemoración de los 40 años, cuando el Presidente Sebastián Piñera, desde la misma presidencia, denunció la presencia de "cómplices pasivos". Este término apuntaba a los actores civiles, colaboradores y protagonistas políticos de la dictadura que, ante la intensa represión, decidieron callar o seguir tras las políticas de "modernización" sin alzar su voz en contra.
Las creencias que en otro tiempo unieron voces en condena hoy parecen más tácticas que convicciones profundas. El clima de polarización que impera en la sociedad en la actualidad brinda un terreno fértil para esta nueva puesta en escena. Esta dinámica permite, de manera casi perfecta, la impugnación del otro y la descalificación sistemática de sus palabras. Se erige como un mecanismo defensivo, un intento de descargar culpas que resultan insoportables de sostener.
El cambio de perspectiva nos desafía a preguntar: ¿Por qué este despliegue regresivo en los juicios históricos? Pareciera que es más bien expresión de que en ciertos sectores nunca existió una genuina condena y compromiso de Nunca Más. El giro de la coyuntura, con una nueva correlación de fuerzas, bastó para que resurgieran aquellos odios que, por estas mismas razones, permanecían ocultos.
En este contexto, los líderes de estos sectores, que han mantenido inalterables sus convicciones sobre la condena a cualquier amenaza contra la democracia y los derechos humanos, renuevan la esperanza de que existe una línea civilizatoria que podemos fortalecer.
Lo que estamos viendo es un recordatorio agudo de que la verdadera reconciliación y el genuino entendimiento del pasado requieren mucho más que la mera transición del tiempo. Solo mediante un análisis íntegro y honesto, carente de oportunismos, podremos desentrañar los nudos históricos y allanar el camino hacia un entendimiento genuino y duradero.
Nos encontramos en un momento donde las visiones del pasado y las interpretaciones del presente se enredan en una compleja danza. Y en medio de esta maraña de discursos y reacciones, emerge la pregunta: ¿Podemos realmente hablar de reconciliación y avance si no somos capaces de reconocer con claridad las sombras y las responsabilidades? Ante eso, la defensa de la democracia resulta esencial. Y puede que sea, ojalá, el común denominador, el punto básico e incondicionado para unos y otros. En un momento en que fortalecer los espacios para resolver conflictos, según las reglas democráticas, es una necesidad apremiante.
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