El debate constitucional no atraviesa por un buen momento. Este segundo proceso constitucional es observado con distancia y desinterés por una buena parte de la ciudadanía. A tres meses del plebiscito de salida, el resultado es totalmente incierto y probablemente adverso. Ahora bien, también es cierto que aún es prematuro sacar conclusiones definitorias del proceso. Queda un margen para enmendar el rumbo, pero aquello supone darle espacio a la política, pero eso sí, a la política republicana, que no es lo mismo que la política identitaria ni la política "facciosa" que tanto denunció el intelectual conservador Edmund Burke en Inglaterra en el siglo 18.
¿Por qué llegamos a esta situación? Podemos ofrecer distintas interpretaciones. Una tiene que ver con la tentación identitaria de la ultraderecha republicana. Otra explicación es el inicio de la competencia presidencial entre Chile Vamos y Republicanos, expresada en las posiciones adoptadas por Evelyn Matthei y José Antonio Kast. Pero, sin perjuicio de (ello), pienso que el proceso constitucional está atrapado en una vieja disputa. Se trata de la confrontación entre conservadores y progresistas. Es una disputa ideológica de fondo y que no es prosaica. Es pertinente mencionar que cuando se habla de ideología política, se hace referencia a un conjunto de ideas que proporcionan un fundamento a la acción política. Hoy, nuevamente, estamos frente a una indudable confrontación de ideas.
Hay que recordar que en Chile el debate entre conservadores y progresistas se ha abordado desde, a lo menos, dos conflictos centrales. El primero se desarrolla a partir de diferencias valóricas en cuestiones como el aborto, la eutanasia y crecientemente temas relacionados con la manipulación genética. El segundo tiene que ver con la discusión distributiva, expresada en los asuntos socioeconómicos en la sociedad.
Para simplificar esta discusión, los conservadores defienden la idea que todo debe mantenerse igual. Por el contrario, los progresistas son de la opinión que el orden actual debe ser cambiado. Esta es una disputa política y cultural de larga data y que reflota en las sociedades de cambio, tal como lo señala Seymour Martin Lipset, cuando explica que una crisis de legitimidad es una crisis de cambio. A mi modo de ver, aquí está el problema político de fondo en Chile. Nuestro sistema político ha perdido legitimidad y eficacia porque no ha logrado responder a las demandas propias de este cambio de época.
Hoy en el Consejo Constitucional, tanto conservadores y progresistas confrontan planteamientos sobre artículos y enmiendas, pero lo realmente de fondo es la disputa ideológica sobre el modelo de sociedad que se quiere promover para el Chile de los próximos años. En términos concretos, esta es la tensión que hemos presenciado en el Consejo Constitucional. Por un lado, tenemos a un mundo conservador que se rehúsa a cambiar un orden social que está cuestionado y, por otro, a un mundo progresista que empuja cambios para dar cuenta de una nueva realidad.
Hasta el minuto, al interior del Consejo Constitucional, el sector conservador ha esgrimido la libertad como sostén para justificar sus decisiones. Durante las últimas votaciones hemos escuchado reiteradamente a este sector político indicar que votan privilegiando la libertad, aunque sea para mantener posiciones conservadoras. Esta es la principal contradicción de la derecha al interior del Consejo Constitucional.
Y bajo este marco conservador, vale la pena preguntarse ¿cuál libertad? Es inevitable pensar que el concepto de libertad para los conservadores es muy restringido. En los hechos, es una libertad que sólo depende de los recursos y las circunstancias individuales. Este enfoque significa cristalizar en la Constitución no sólo una economía de mercado, sino más bien una "sociedad de mercado".
¿Se puede estar de acuerdo con esta posición? Para los que anhelamos un nuevo pacto social, claramente no. Hay que decir que este énfasis conservador se opone a la idea de implementar un Estado Social y Democrático de Derecho. Este tipo o modelo de Estado significa garantizar y viabilizar un conjunto de ámbitos protegidos para las personas más allá de sus condiciones sociales y económicas. Es un Estado que promueve activamente el bien común.
Para sostener lo dicho previamente, hay varios ejemplos que dan cuenta de esta libertad "restringida". ¿Cómo estar de acuerdo con eximir del pago de contribuciones que beneficia a las familias con mayores ingresos de la sociedad? Esta medida es regresiva y totalmente populista. ¿Cómo estar de acuerdo con restringir el derecho a huelga? Por ejemplo, el Estado alemán incorpora a los trabajadores como actores centrales para las empresas. No habrá más equidad sin incorporar a los trabajadores al desafío de un desarrollo con criterios de justicia. ¿Cómo estar de acuerdo con perpetuar un modelo de salud y pensiones cuyo fundamento es la libertad comprendida a partir de la capacidad económica de las personas? Esta mirada significa constitucionalizar una segregación social que no es aceptable.
Lo cuestionable de esta situación es que la política aparece como incapaz de resolver los problemas del país. Y ¿quién paga esta cuenta? Hasta ahora, "paga Moya", es decir, los chilenos que ven cómo sus dirigentes no son capaces de lograr un acuerdo mínimo de gobernabilidad política que propicie una sociedad con más prosperidad y justicia social. Este es el verdadero fracaso político.
Para poder superar este momento de estancamiento, es vital una política activa. Para ello, el primer paso supone mirar la realidad y tomar en serio las exigencias sociales. Tal como lo decía el excanciller alemán Konrad Adenauer: "La política comienza mirando la realidad". Y mirando nuestra realidad podemos sostener que urge un nuevo pacto social que nos permita alcanzar una convivencia social con desarrollo económico en democracia para las próximas décadas.
La sociedad chilena no avanzará si no comprendemos que la Constitución no puede ser el espacio de las disputas particulares, de programas de gobierno, de políticas públicas específicas, de la imposición de creencias valóricas particulares o el reflejo de un tipo de sociedad. Este camino nos lleva a una división permanente. El debate entre conservadores y progresista es de viejo cuño y da cuenta de la realidad de las sociedades que siempre están bajo la tensión de mantener todo igual o bien propiciar cambios. No es negativo hacer esta discusión, pero sin perder de vista que el modelo y el consenso político chileno se agotó. Necesitamos un nuevo pacto político. Y esa es la tarea de la política a la que no podemos renunciar.
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