Demasiadas certezas

Juan René Muñoz Alarcón era de aquellos cuyas certezas eran necesarias para la época. Eran necesarias y peligrosas, tan peligrosas que – para desenfundarlas – debía enfundarse el mismo.

Caminaba junto a los soldados por las graderías de nuestro principal coliseo deportivo, como le llaman los comentaristas radiales. Su dedo apuntaba como fusil.

“Este era del Regional Santiago”, decía y su antiguo compañero caía antes de caer por las balas. “Reconocí a bastante gente”, escribe Muñoz.

“Muchos de ellos murieron y soy el responsable de la muerte de ellos por el solo hecho de haberlos reconocido y haberlos acusado de ser mis antiguos compañeros”.

Las cartas estaban echadas y las certezas eran fulminantes como rayos. Meses antes Muñoz recorría las calles de Santiago, odiando a sus compañeros de partido, sintiéndose rechazado por ellos y acusándoles de aprovechamiento sindical. Su mirada oblicua destila buena parte de su ira, ira que lo es de una época cuya efervescencia presagia un mal destino.

Muñoz murió apuñalado en Vicuña Mackenna, sabía mucho, hablaba mucho, odiaba mucho.  Sus certezas, sus acusaciones, se alimentaban de un poderoso fermento: la rabia y seguramente del miedo que el mundo en él provocaba.

Hoy se habla de modo distinto. Pero las certezas siguen afincadas en las conciencias, cimentadas en miedos y resentimientos, aguardando ser expresadas para eliminar por fin a la causa de aquellos temores.

Desde el blog presidencial se acusa: “Dirigente comunista de los Profesores sr Gajardo, degrada al gremio” (sic) y se sentencia: “EL VIOLENTISTA SR  GAJARDO DEBERÁ RESPONDER ANTE LA JUSTICIA” (sic). Un parlamentario, Gustavo Hasbún, no duda en acusar de “negligencia inexcusable” a un juez a quien tilda de “descriteriado”. La certeza radica tanto en el Presidente como en el parlamentario: sólo un violentista o un anormal podrían obrar de modo distinto a como ellos esperan.

Las certezas así planteadas son de temer y de temer son quienes así las formulan.

Son de temer pues niegan el respiro a quien se arriesga a dudar, a preguntar, a curiosear en el mundo, o, simplemente, a buscar la verdad. Más aún, son temibles pues impunemente pueden sellar la suerte de quienes calcen (o no calcen) con lo que se proclame como cierto.

Ser un juez que se atiene a la ley o ser militante comunista puede ser peligroso como también puede serlo ser acusado de fascista, de “sapo” o de soplón.

La concertación de prejuicios o la alianza de miedos inconfesados pueden tornar en paria a quien pudiera estar más cerca de lo cierto. “Sí”, aseguraron en Puerto Montt hace algún tiempo unos vecinos, “fue un gitano que atropello a los niños”.

La voz sirvió de fuego para encender carpas y vehículos de los acusados.

Naturalmente que la justicia y la policía dirían algo distinto: uno de los propios puertomontinos había sido quien cometió el atropello.

Los seres humanos podríamos estar cansados y cansadas de tanta cacería de brujas (nótese, de brujas, no de brujos ni mucho menos de conspiradores, ni de zalameros, ni de intrigantes) a no ser que, como en el caso de Puerto Montt o en el de Muñoz o en el del presidente o en el del parlamentario acusador, tales cazas redituaran para beneficio propio.

A no poco tiempo atrás, Vasco Moulian, un comentarista de espectáculos, acusaba a un pariente suyo, Rodrigo Moulian, profesor universitario, por sus orientaciones políticas, lo que le permitía denunciar el  carácter “ideologizado” que las universidades del Consejo de Rectores tienen.

El acusado, en este caso, es uno de los investigadores más importantes del país en el ámbito de la antropología. Tras esta enfermiza especulación cabe preguntarse qué es lo que pretende este comentarista de espectáculos.

No se sabe si es el sistema de universidades privadas lo que defiende o el modesto y estrecho ámbito de los espectáculos de los que vive o si son simplemente celos. No se sabe y para el caso no importa.

Lo preocupante es la acusación fácil, el dardo desnudo de cuyas consecuencias poco se llega a saber y que, obviamente, son indiferentes al comentarista (como lo fueron las que en su momento hiciera Muñoz o los vecinos de Puerto Montt y cuyo poder devastador hace que muchas y muchos prefieran olvidar).

Hay muchas certezas y muchos acusadores que las esgrimen. De temer son quienes pronuncian como verdades absolutas las creencias que profesan: aquellos que no trepidan en asfixiar a quienes les incomodan.

Hay más de los que el país soporta. Detrás de cada acusador está, como lo plantea el filósofo Norberto Espinoza, el deseo de que la realidad se comporte según se la piensa. Espinoza habla de personalidad ideológica. Esto es, de los igualmente inefables fiscales cuya modesta comprensión no les permite sino distinguir lo blanco del negro o lo que está escrito en letras de moldes de lo que no lo está.

Las cosas del mundo, no obstante, son policromas y sólo algunas de ellas, a golpe de acuerdos, desacuerdos, borrones y cuentas nuevas llegan a ver formas escritas.

A tanto fanático que se mueve en la arena pública convendría recordar que ni las cartas están echadas, ni las verdades están dichas. Por el contrario, es en el despliegue de las y los muchos reclamos del presente, preñados de recuerdos oficiales y no oficiales y de sueños confesados e inconfesables, como se mueven las colectividades, y como se crean los nuevos mundos.

Es en esta maraña de enredos y confusiones donde la vida se hace posible y es, en medio de tanta persona diversa, como la realidad se vuelve vivible. Tornar al otro en sospechoso, hacerlo porque calce o no con mi verdad, equivale construir cárceles virtuales que de tanto aislar a los demás terminan por aislar a quien las empezó a construir.

Peor aún, es instigar a los demás a procurar víctimas sacrificables que les hagan sentir que “teníamos la razón”.

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