El dilema del presidente Piñera y el futuro de Chile

Junto con cumplirse próximamente un mes desde que en nuestro país se pasó de una tensión y descontento ciudadano más bien latente, hacia un conflicto social manifiesto, la desorientación y la angustia se han hecho presa de muchos chilenos. 

Desorientación, por no observarse por parte del gobierno, como ya ha sido recurrentemente dicho, una acción y medidas concretas de corto y mediano plazo que realmente impliquen cambios sustanciales en el país. 

Lo hasta ahora ofertado, definitivamente, no ha convencido al movimiento social que se ha extendido a lo largo de gran parte de nuestro territorio.

Existe la sensación que el horizonte se va cerrando y que está plasmándose una fatídica ecuación, según la cual, a mayor tiempo que pasa sin respuestas concretas en la dirección que la ciudadanía vocifera a todos los vientos, menor va siendo la crítica y el temor a la violencia. Esto genera la angustia que se despliega por muchos hogares. 

La pregunta que surge es ¿de quién es la responsabilidad?; ¿quién debe ceder de manera más nítida y significativa?

La respuesta que señala que los actuales sucesos tienen raíces y antecedentes en décadas pasadas, es ciertamente algo indiscutible.

Por otro lado, el contestar con cierta trivialidad “todos somos responsables”, más bien se inserta dentro de lo que el filósofo Karl Jaspers denominó la responsabilidad metafísica, esto es, la solidaridad entre los hombres hace igualmente responsable a cada uno por las injusticias que ocurren en el mundo (en este caso, en nuestro país).

Sin embargo, aquí estamos hablando de responsabilidades políticas y ciertamente en este ámbito no se puede sostener que un país en su totalidad sea el culpable o responsable de alguna situación crítica, sino que hay una jerarquía de responsabilidades que se vinculan a determinados individuos, según su participación e influencia en el poder, particularmente en el poder político. 

Y la historia se escribe a veces sin filigranas ni espejismos. Al presidente Piñera y a la coalición política que lo apoya, les tocó tener que enfrentar las consecuencias de la saturación de la paciencia de gran parte de los chilenos y experimentar el “Chile despertó”.

Pero, y esto me parece central en nuestra argumentación, esto no fue una consecuencia de un hecho azaroso o “de cierta maldición” en su origen, sino que, de manera fundamental, ha sido también resultado de una persona y un conjunto de partidos políticos que llegan al poder después de descalificar y denostar las reformas y el intento de sacudir un poco al país que realizó la presidenta Bachelet (su mayor o menor éxito es motivo de otro análisis ajeno a estas líneas).

Posteriormente, junto con iniciar su gestión, el nuevo gobierno implementa un conjunto de acciones y políticas restauradoras y “ninguneadoras” de la administración anterior, las que se insertan en el marco del slogan de su campaña (que hoy día resulta algo dramáticamente irónico) de los “Tiempos mejores”.

Ello, acompañado de una arrogancia tecnocrática ajena a las exigencias de las democracias de nuestros tiempos. 

Pero será a propósito de la irrupción de la revuelta ciudadana y la conformación del movimiento social contestatario, que el presidente Piñera, entre choqueado, extraviado y enajenado a un modelo socio-económico que la inmensa mayoría del país rechaza, entra en un tobogán de franco deterioro político, acompañado por cierto por su coalición política.

En efecto, el primer mandatario  se equivoca una y otra vez. Los silencios de las primeras horas, la oferta de una “agenda social” que la ciudadanía etiqueta como “lista de supermercado”, su diagnóstico del país en guerra y su convocatoria al COSENA, son solamente algunos de sus sistemáticos equívocos, que van agravando progresivamente la situación. 

A esta altura de los acontecimientos, y considerando la compleja y preocupante situación que vive el país, pareciera que se hace imprescindible que el presidente asuma y comprenda que la violencia se irá de las calles si, y solo si hace uso del rol privilegiado e indelegable que tiene en el ejercicio del poder político. 

El presidente de la República debe saber que, si se implementa y anuncia un cronograma claro y honesto de transformaciones en el país, concordado con el máximo de actores políticos y sociales, (sin letra chica y sin jugar a la estrategia del “desgaste”), la crisis de la sociedad chilena tendrá un vuelco fundamental. 

Asimismo, y a propósito  que efectivamente se opte por una dirección inequívoca y clara que permita hablar de un antes y un después en nuestra sociedad, es imprescindible reafirmar que hay una condición necesaria que catapultará de manera sustancial lo que el país, en lo inmediato y en el futuro, quiera seguir corrigiendo en pro de la justicia social y de los diferentes derechos de las personas acorde con la dignidad que le es inherente: se trata de una nueva Constitución.  

Para ello, el mandatario debe ser quien facilite, promueva y lidere su coalición para llevar a cabo junto con la oposición, rápidas reformas en el Congreso que habiliten un plebiscito u otro procedimiento que GARANTICE vinculantemente el pronunciamiento de la ciudadanía sobre la pertinencia o no de dicho cambio constitucional y en el caso de estar de acuerdo por su modificación, con qué mecanismo. 

El negarse a esto, en los hechos, significaría darle la espalda a la inmensa mayoría del país y claramente podría llevar a profundizar y escalar aún más el conflicto, con proyecciones difíciles de estimar. 

Para decirlo claramente, es frente a esta disyuntiva y tema, que la ciudadanía ha convertido en condición “sine qua non”, que el presidente Piñera debe platearse el tema de su responsabilidad frente al presente y futuro de Chile. 

Por sobre todo, él debe cuestionarse y preguntárselo a si mismo y según se responda y actúe, su conciencia estará afectada de alguna manera en los próximos años.    

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