El Metro sin humanos

En los últimos meses, nuestro Metro de Santiago ha informado acerca de los avances en la construcción de sus líneas 3 y 6. Se ha destacado que podrán operar sin cajeros, gracias a las máquinas de venta de boletos o recarga de tarjetas; sin conductores, gracias a trenes controlados de forma remota y probablemente sin necesidad de asistentes, gracias a las puertas en los andenes que se abrirán a la par que las puertas de los coches.

Más allá las innovaciones en sí, cabe relevar que conllevan la supresión de la labor humana en un conjunto de tareas fundamentales para el sistema. Por ello, vale la pena detenerse en este punto. No para salir con antorchas y palos a destruir telares como los luditas ingleses de principios del siglo XIX, si no que para reflexionar un poco sobre la naturaleza del trabajo en nuestra sociedad.

Casi dos décadas atrás, cuando el sociólogo catalán Manuel Castells desarrollaba su visión de la sociedad global en la Era de la Información, señalaba cuatro características respecto de la organización del trabajo en el mundo que se abría. La primera era la constitución de una división territorial del trabajo, donde tareas como los servicios y la tecnología se concentraban en algunos países,mientras la industria se desplazaba hacia otros.

Una segunda, era la incorporación masiva de las mujeres al mundo del trabajo remunerado. La tercera era el desplazamiento mundial de capitales aparejado de presiones migratorias reprimidas por la institucionalidad política. Y una cuarta era, precisamente, la angustia y la inseguridad que generaba el reemplazo de labores humanas por la tecnología.

En esa línea, más allá del eterno debate de si la tecnología elimina o transforma el empleo, lo cierto es que viene a acelerar la dinámica de reorganización permanente de la labor productiva, con efectos y consecuencias. Propongo, en estas líneas, abordar dos de ellos.

El primero es el impacto en la idea que asocia el bienestar personal al trabajo individual.Esta concepción ha sido central, especialmente desde la expansión del capitalismo que libera de ataduras jurídicas al ser humano para la compra y venta de su fuerza de trabajo. Somos y valemos por nuestro trabajo.

¿Es posible sostener esto como base de la organización social en una sociedad como la actual?

¿Cómo evitamos que los cambios en la naturaleza del trabajo conlleven angustias permanentes en nuestra vida?

Estas preguntas eran las que estaban a la base del Estado de Bienestar de Europa, Estados Unidos y en menor medida América Latina tras la II Guerra Mundial. La idea era ir desconectando el bienestar personal del impacto del trabajo, garantizando derechos a todas las personas, más allá de la labor que cumpliesen o, incluso, más allá de si tenían o no un empleo. En palabras del historiador británico Tony Judt, “en la Europa continental, como en gran parte del mundo desarrollado, la idea de que una persona puede hacerse a sí misma enteramente se evaporó con las ilusiones del individualismo del siglo XIX. Todos somos beneficiarios de los que nos precedieron, así como de aquellos que cuidarán de nosotros en la vejez o la enfermedad.”

Hoy, treinta y tantos años después de la restauración individualista de Reagan y Thatcher, campea la noción de que nuestro bienestar es responsabilidad del propio trabajo y que la comunidad sólo recoge a quienes fallan en el intento. Aceptar la oferta pública es señal de oprobio, porque es señal de fracaso.

El segundo elemento, tiene que ver con la dignidad del trabajo. ¿Es el trabajo siempre la expresión de la potencia creadora del ser humano?, ¿es todo trabajo digno?

En una sociedad dónde millones de trabajadores no ven el fruto de su trabajo, porque los bienes que éste produce se disfrutan al otro lado del mundo y donde otros tantos no reciben más que una mísera parte del valor que generan, es difícil concederle a toda labor dicha dignidad.

Sin duda no es una pregunta nueva. La esclavitud, la explotación industrial, la servidumbre feudal, la encomienda indígena en América, la hacienda en Chile. Hay miles de ejemplos para entender que trabajo y dignidad no siempre han ido de la mano.

Para avanzar es necesario pensar en el trabajo como una expresión de una capacidad no sólo personal sino que también social. No podemos trabajar sin el soporte, las condiciones y los insumos que nos provee el esfuerzo de otros.

¿Basta con pagar por esos insumos en el mercado o, en el caso de los bienes provistos por la sociedad, mediante nuestros impuestos?

¿Salda el dinero nuestra gratitud con quienes hacen posible nuestro propio trabajo?  Si se salda con la sola remuneración, la persona tendrá en ella la medida de su dignidad. Si le alcanza para financiar sus aspiraciones, sentirá que ese trabajo, por duro o desagradable que sea, es digno. Si la remuneración es una miseria, esa será la medida de dignidad que la sociedad le devuelve por su labor.

En nuestra sociedad, hemos cerrado los espacios a otro tipo de retribución social. No retribuimos a quienes vinieron antes que nosotros, ya que los obligamos a autofinanciarse sus pensiones.

No retribuimos a los que desde el presente nos ayudan, ya que hemos terminado con los beneficios sociales universales, transformando la política social en la caridad institucionalizada.

No agradecemos a quienes se relacionan cotidianamente con nosotros cuando el dinero es el único mecanismo de intercambio y las actividades productivas comunitarias van desapareciendo.

Así que, en unos meses más, cuando nos subamos a los trenes de las nuevas líneas del Metro sin humanos, aprovechemos de reflexionar sobre el trabajo, para así pensar sobre nosotros mismos.

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