El Presidente de la desigualdad

Se sabía que sería así, pero que ello se confirme en la práctica resulta aleccionador. Es lo qué pasa con Sebastián Piñera, actual Presidente de la República y, según las revistas especializadas, uno de los tres hombres más ricos de Chile.

En efecto, por mucho que hable no puede disimular la lógica de su administración de gobierno. Será identificada a corto, mediano y largo plazo, con el sino de la desigualdad.

Su acción conduce a un tipo de país en que aumentará la brecha que separa al amplio y mayoritario grupo de familias chilenas de bajos y medianos ingresos respecto de aquel de enormes ingresos, por la naturaleza de las políticas públicas que aplica. Lo que Piñera hará será agravar la fractura social existente en Chile.

En concreto, impulsa una reforma tributaria regresiva que, según el propio Informe de la Dirección de Presupuestos, reembolsa en devoluciones de impuestos 900 millones de dólares a los grupos económicos y traspasar esa carga fiscal a la clase media, en especial a los emprendedores del ámbito de las nuevas tecnologías. 

Así también, recurriendo a una indebida violencia verbal pretende imponer mutaciones en la reforma educacional para favorecer al sector social de mayores ingresos y anuncia una reforma laboral para reducir el ámbito de la negociación colectiva y debilitar la acción del sindicalismo, son hechos que dan cuenta de una voluntad de fortalecer a los que tienen mucho en desmedro de los que poco tienen o que recién inician su esfuerzo productivo.

En sus alegatos retóricos, propios de una ideología fanatizada por el individualismo, el gobernante dice creer en un sistema de enseñanza en que los padres “deciden” sobre la educación de sus hijos callando lo fundamental, su realidad socioeconómica y cultural y elude pronunciarse sobre esos millones de familias que no podrán alcanzar el derecho a la Educación si no actúa con eficiencia el Estado para que así sea posible. 

Así, lo que se juega es la diversidad y el pluralismo propios de la democracia, versus la “homogeneidad” que establece la segregación socioeconómica, consagrando planteles educacionales herméticos, unos que reúnen a los descendientes de la elite y sus afines, los denominados “college” exclusivos, y otros colegios de diferentes tipos para todos los demás. La uniformidad del dorado esplendor para pocos, la porfiada opacidad de las carencias para muchos.

El sentido profundo de la soberbia piñerista profundiza la desigualdad que tensiona la realidad del país. La lógica de sus dichos trasluce que ha estado a punto de concluir que si los plutócratas son complacidos, el país será favorecido. 

Asimismo, insiste en argumentar con “el mérito” de cada cual, frase que repite exultante. Sin duda olvida que sus propias condiciones familiares hoy caracterizan al 0,1% de la población, y que cuando adquirió su fortuna la mayor parte del país no tenía ninguna posibilidad de aspirar a lo que él sí pudo: ser interventor del Banco de Talca, designado por la dictadura. 

Piñera agravia gratuitamente a las familias inmigrantes que llegan a Chile y a muchos chilenos y chilenas que tienen méritos y talentos más que suficientes, pero que por carecer de las redes necesarias no son considerados, es decir, que la cuesta arriba del que no nació en cuna de oro llega a ser un obstáculo imposible de salvar para la mayoría. El drama de quien fue excluido y segregado no entra en sus cuentas alegres.

Otras veces ha insinuado que aquellos que no piensan como él son flojos o resentidos; ha llegado a decir que no saben lo que es levantarse temprano a una jornada laboral, dando por descontado que el sí lo sabe, pero esas personas excluidas adquieren esa condición en la misma medida que se perpetúan las prácticas y engranajes que las han discriminado y marginado.

La filosofía piñerista percibe un mundo feliz, de gente linda, criticado injustamente por unos cuantos pesimistas, incapaces de entender las bondades del consumo y del mercado, pero su posición es ciega ante el desaliento de la clases media que no vive con tales ventajas y cuyo esfuerzo se puede venir al suelo simplemente por una modificación en el tipo de cambio o las tasas de interés. 

El piñerismo, en las alturas del poder, no recibe la frustración de aquellos que mucho estudian para ser cesantes ilustrados o que profesionalmente son desvalorizados “por el mercado”. En sus ideólogos no cuenta el dolor y las amarguras de quienes son aplastados por los insensibles pero eficaces abusos de las estructuras de la desigualdad.

También desconocen el malestar de los trabajadores por no contar con una negociación colectiva cómo se debe y tener que aceptar salarios impropios para no caer en la incertidumbre del desempleo.

El gobernante cree que el país es como una empresa que se puede manejar a gusto y en que el más fuerte, el dueño o su controlador financiero, hacen su absoluta voluntad. 

El gobernante-empresario, concibe como armonía laboral la resignación que impone al trabajador la inseguridad que nace del miedo a perder su empleo, por eso, al hacer suyas esas premisas de inequidad e injusticia se equivoca en la conducción que entrega al Poder Ejecutivo que encabeza.

En su último menoscabo a las instituciones republicanas, que le irritan al mantener su autonomía, ante un grupo de incondicionales  ha pretendido mofarse del Congreso Nacional manifestando que debiese “trabajar” en febrero. Recoge de manera paradójica el murmullo reaccionario que descalifica el Parlamento.

En todo caso, ese indebido sarcasmo es pura demagogia, por cuanto en una situación grave (como ha pasado) que así lo exija, él, en cuanto Jefe del Estado y colegislador, tiene las atribuciones constitucionales para convocarlo, reunirlo y que sesione con la prontitud que sea indispensable.

Que lamentable que sea el Presidente el que agravie las instituciones que debiese honrar.

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