En un momento político saturado de consignas, la izquierda chilena levantó la bandera contra la desinformación con una convicción encomiable. El problema es que, a la hora de hablar, la prédica se estrella con sus contradicciones, y la cruzada contra las "fake news" termina teñida por errores propios que luego se explican como malentendidos, excesos retóricos o "descontextualizaciones".
La vehemencia con que apuntan a la "paja en el ojo ajeno" parece impedirles ver la viga en el propio, transformando su causa en un ejercicio de inconsistencia que daña, sobre todo, su propia credibilidad.
El patrón es tan claro como preocupante. No se trata de matices, sino de afirmaciones categóricas que, una vez desmentidas por la realidad, se disuelven en excusas como "malentendidos", "excesos retóricos" o la ya clásica "descontextualización". El caso de la exministra Izkia Siches en abril de 2022 es emblemático. Denunció en el Congreso que un avión con migrantes expulsados "retornó con las mismas personas", una imagen potente y escandalosa. Horas después, la verdad emergió con simpleza brutal: el vuelo nunca despegó. Retractarse fue necesario, pero la cicatriz en la confianza pública quedó marcada.
Esta contradicción alcanza su máxima expresión en la figura de la ministra Camila Vallejo, como principal impulsora de la Comisión Asesora contra la Desinformación, se posicionó como la guardiana de la veracidad en el debate público. Sin embargo, su historial personal la convierte en una predicadora con poca práctica. Su reacción ante el caso Panguipulli, sentenciando en Twitter que "no fue un incidente, fue asesinato", chocó frontalmente con el veredicto judicial que sobreseyó al carabinero por legítima defensa. Años antes, su liviandad al vincular a Jovino Novoa con "redes de pedofilia" en el caso Spiniak ignoró que la justicia lo había absuelto de esa imputación.
Cuando es confrontada, como ocurrió en sus entrevistas de julio de 2023, la ministra se refugia en la "opinión política", un escudo retórico que busca dar impunidad a la difamación. Pero imputar un delito no es opinar, es acusar. Exigir una vara estricta para el adversario mientras se reclama licencia para disparar sin verificar no es coherencia; es conveniencia. Para la izquierda no está claro que la autoridad moral para liderar una campaña contra las fake news se construye con respeto por la veracidad en la información.
A esta lista de inconsistencias se suma la candidata oficialista Jeannette Jara, quien en un reciente debate de agosto exhibió una desconcertante amnesia programática. "En la primaria jamás se tocó la nacionalización del cobre", afirmó con aplomo, acusando a su contendor de "tirar cosas al aire". El problema es que su propio programa de primarias, un documento público y oficial, proponía textualmente "nacionalizando el litio y el cobre".
Su posterior rectificación no repara el daño. No solo negó su propio plan de gobierno, sino que lo hizo para atacar a un rival. Este episodio no es aislado. Se suma a un historial de volteretas y rectificaciones sobre el modelo de demanda interna, el fin de las AFP y un "salario vital" de $750.000, promesas audaces que se desvanecen o matizan cuando la campaña avanza y el escrutinio aumenta. El problema no es ajustar un programa, sino negar lo que se escribió y prometió.
Estos casos dibujan un patrón de "gatillo fácil" comunicacional. Se instala primero un marco moralista y contundente -asesinato, impunidad, refundación- y, solo cuando los hechos duros (fallos judiciales, documentos oficiales) lo desmienten, llega la corrección en letra chica. Esta práctica no hace nada más que debilitar la confianza de los ciudadanos que intentan distinguir entre verdad y mentira. Combatir la desinformación exige más que comisiones y seminarios: exige honestidad. Significa verificar antes de acusar y resistir la tentación del tuit o comentario incendiario.
En definitiva, la cruzada de la izquierda contra la desinformación se desmorona ante la evidencia de su propio actuar. Las fake news no parece ser un mal a erradicar por principio, sino una etiqueta que se utiliza tácticamente según la conveniencia del momento. Se convierte en un arma arrojadiza contra el adversario, pero en un "error" lamentable o una "imprecisión" excusable cuando el que desinforma es uno de los suyos.
Este doble estándar de la izquierda, y en particular del gobierno de Boric, es la mayor de las incongruencias: se exige una rigurosidad implacable a los demás, mientras se reclama para sí una indulgencia infinita. La conclusión es tan simple como demoledora: para ellos, la desinformación solo es un problema cuando no la controlan.
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