La irrupción de la inteligencia artificial en la comunicación política durante estas campañas ha reabierto un debate necesario: ¿Es la IA una amenaza para la democracia o una herramienta que, bien regulada y señalizada, puede fortalecerla? Creo firmemente en lo segundo, pero con dos condiciones ineludibles: transparencia técnica y ciudadanía crítica.
No todo lo que sale de un algoritmo es desinformación. Hoy podemos ver "palomas" y volantes creados con IA, piezas gráficas que reemplazan la contratación de un diseñador y facilitan la participación de candidaturas pequeñas. Incluso en estas elecciones hemos visto IA hasta en la franja electoral; a simple vista puede pasar desapercibido, por eso sería muy necesario un aviso que transparente su uso. Eso, en sí, no hiere la competencia democrática, la amplía. El problema aparece cuando la tecnología se usa para fabricar realidades alternativas -videos manipulados, testimonios ficticios, narrativas masivas diseñadas para confundir- y cuando ese contenido circula sin aviso ni trazabilidad.
En este punto las plataformas tienen un rol central y práctico. Facebook, Instagram, X, TikTok y YouTube poseen las capacidades técnicas para identificar y etiquetar contenido generado o manipulado por IA. No propongo ejercer censura, sino instaurar un sello informativo: "Contenido generado con inteligencia artificial" o advertencias equivalentes que permitan al usuario evaluar lo que consume. Dejar esa labor exclusivamente al Servicio Electoral es pedirle una responsabilidad técnica y operativa que excede su mandato y recursos.
El Servel es una institución eficiente en su ámbito -financiamiento, inscripciones, fiscalización formal y resultados rápidos-, pero no puede fiscalizar la autoría algorítmica en tiempo real. La fiscalización de contenidos requiere capacidades técnicas, acuerdos internacionales y coordinación con empresas que poseen los datos y las herramientas. Por eso la solución práctica pasa por exigir a las plataformas estándares mínimos de transparencia y trazabilidad en campaña.
Las restricciones razonables de fidelidad -etiquetado claro, identificación del origen y la naturaleza generativa del material- emparejan la cancha sin coartar la libertad de expresión. Son una forma proporcional de evitar ventajas asimétricas: si una campaña inunda redes con realidades fabricadas, quienes optan por prácticas tradicionales quedan en desventaja. Etiquetar esas piezas desnuda la estrategia y devuelve al elector la posibilidad de juicio.
Y sí, incluso esta columna podría estar siendo escrita con ayuda de una IA. Precisar esa posibilidad no debilita el argumento; lo refuerza. Si aceptamos que la herramienta puede asistir la producción de contenidos periodísticos y opinativos, más necesario resulta que el lector conozca cuándo y cómo se ha usado.
Pero las etiquetas no bastan. La alfabetización digital es imprescindible. El electorado es sabio, pero también sufre fatiga informativa y carece a veces de herramientas para distinguir manipulación de creación legítima. Campañas públicas de educación mediática -orientadas a identificar señales de manipulación y a interpretar sellos de IA- son tan necesarias como las normas mismas.
Prohibir la IA en política sería iluso e inefectivo; delegar toda la carga a una sola autoridad, irresponsable. La respuesta debe ser distribuida: plataformas que etiqueten y documenten, reguladores que fiscalicen financiamiento y origen de los avisos, y una ciudadanía informada que cuestione y contraste. Si logramos eso, la IA dejará de ser la excusa del deterioro democrático y se convertirá en una herramienta más -gobernable y al servicio del debate público-. En definitiva: la tecnología no decide por nosotros; somos nosotros quienes decidimos cómo gobernarla. Y en democracia esa decisión debe proteger la competencia leal y el derecho del ciudadano a formarse una opinión libre e informada.
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