Recientemente se presentó el Informe de Desarrollo Humano 2024 del PNUD; y es una buena noticia la continuidad de estos análisis, después de casi una década de pausa. El informe sostiene, en breve, la incapacidad para conducir los cambios sociales en Chile -quizás habría que puntualizar, las respuestas necesarias para solventar las problemáticas que se generan en una sociedad con alta desconfianza, pérdida de legitimidad de las instituciones y procesos de fractura social complejos-, atribuyendo dicha incapacidad a dos factores. Primero, el predominio de relaciones disfuncionales entre los actores de la conducción, es decir entre la ciudadanía, las elites y los movimientos sociales. Y segundo, la preeminencia de lógicas inhibidoras de la conducción a nivel de las instituciones, los discursos públicos y las subjetividades.
El informe reconoce el dinamismo de transformaciones recientes, pero pone el acento en las grandes deudas pendientes de cambios en materias sociales y políticas, así como en los desafíos que ello supone. Desconfianza mutua, intereses personales en tensión con los colectivos, obstruccionismo político, polarización del debate público e impotencia a nivel de las subjetividades, configuran un escenario complejo sobre el cual el Informe arroja luz. Su lectura también permite reflexionar sobre los vacíos, o interrogantes, que se abren y que son necesarias de abordar de forma complementaria.
En primer lugar, llama la atención que no se profundice a nivel de grupos socioeconómicos o clases sociales, así como tampoco por territorios. Sabemos que los procesos se declinan de modo diferenciado según la posición que ocupen las personas en la sociedad, sea ésta definida a partir de su situación económica o su lugar de residencia. Diversos análisis -entre ellos, los que venimos realizando con nuestro equipo- dan cuenta de que la desconfianza en las instituciones y la crítica hacia la élite política, son más pronunciadas en los sectores populares y las clases medias vulnerables, pues es precisamente ahí donde se experimenta en carne propia la incapacidad de lograr los cambios requeridos por la sociedad que el informe pone en evidencia. Es también ahí donde la participación política es menor.
Un elemento en este sentido, poco profundizado en el informe, es la necesaria incorporación de los sectores populares en la producción de esos cambios. La política elitista y la endogamia de la élite contribuyen sin duda a que las orientaciones para el país estén exageradamente inclinadas hacia determinados intereses en detrimento de otros. Esto favorece -y como no-, una menor confianza y legitimidad.
En segundo lugar, el informe da cuenta de un apoyo mayoritario de la población a la democracia, pero una crítica a las dificultades de las élites para la construcción de acuerdos que se traduzcan en políticas públicas efectivas. En relación con esto, habría que ir más allá y situar la reflexión respecto de la ineficacia o ineptitud que están evidenciando las élites. Más allá de los eventuales esfuerzos de gobiernos e instituciones, los problemas que apremian a la ciudadanía (salud, pensiones, seguridad, pobreza, educación, cuidados, etc.) no sólo no se resuelven, sino que parecen hacerse crónicos, y los tiempos que el sistema político se tarda en las respuestas parece siempre excesivo.
En este punto, los diseños institucionales cumplen un rol relevante, así como los mecanismos de control democrático que puedan recaer en la ciudadanía, pero parece importante repensar las formas y características que ha adquirido la autonomización del sistema político respecto de la sociedad -de la parte mayoritaria de la sociedad, pues está claro que de las élites económicas no parece haber tal grado de autonomía-, puesto que no parece sostenible una dinámica en la que los políticos se hablan entre sí y toman decisiones que remiten a sus intereses, vinculándose esporádicamente con la sociedad cuando hay elecciones.
Y, en tercer lugar, el informe del PNUD hace escasa referencia al fenómeno de la corrupción y al establecimiento de intercambios ilícitos entre élites económicas y políticas, cuestión sin duda relevante en los procesos de deslegitimación y desconfianza institucional. Casi a diario nuevos nombres de integrantes de las instituciones políticas y del sector privado se suman a la lista de involucrados en acciones ilícitas o al tráfico de influencias.
Por todo lo anterior, en el marco de los procesos constitucionales del período 2020-2023, la sociedad pareció estimar que era momento de que la política la hicieran "no-políticos". En el primer proceso (2020-2022) se prefirió a los "independientes", ciudadanos y miembros de movimientos sociales. En el segundo (2023) se privilegió a los "expertos", técnicos vinculados a partidos políticos, pero menos "políticos profesionales". El resultado en ambos casos fue no llegar a puerto y una sensación de que predomina en la ciudadanía el "voto en contra", es decir, que se castigue a unos y otros, ya sea por su ineficacia, su corrupción o sus decisiones distanciadas de las mayorías.
Los desafíos parecen ser, entonces, que la participación política aumente y que sea equitativa en la sociedad, que la conducción de las élites se oriente al beneficio de las mayorías sociales teniendo por horizonte procesos de largo plazo, y que su espíritu deje de ser el querer lograr "la parte del león", para enfocarse más en el bien común. Para avanzar en ellos, debe profundizarse en comprender y dar voz a los que no integran la élite, pero que constituyen la base sobre la cual ésta se sostiene.
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