La conquista de la Ciudad de los Césares

Algunos lamentan el tiempo y el dinero que habríamos perdido tras el fracaso de estos dos procesos constituyentes; cuatro años de travesía en la que se vio tan cerca la ciudad de los sueños y la utopía. Un proyecto de vida nacional que vendría -ahora sí- a solucionar los problemas eternos de nuestra feble democracia, a resolver la profunda crisis que desnudó el estallido social.

Habrían depositado todas sus esperanzas políticas, sus utopías más diversas, en la promesa de un cambio constitucional que finalmente nunca fue. Claro, las evidentes desigualdades, las tareas pendientes de nuestra conciencia cívica, pensiones bajas, malos empleos, una educación desencajada de los tiempos actuales, una salud en crisis, un país que en su afán de modernización evidente dejaba heridos y dolor en el camino. A lo anterior se sumaba la urgencia por revisar temas como una eficaz descentralización, la igualdad de género, la inclusión de los pueblos originarios, un compromiso renovado por el medio ambiente, un eventual cambio de régimen político, el chequeo de la eficiencia de nuestras instituciones, etcétera; como parte de un sinfín de demandas variopintas que se tomaron las calles y cuya solución fue en gran medida la propuesta de una agenda que nos llevara a redactar una Constitución que simbolizara el advenimiento de los nuevos tiempos vividos, ya tras 30 años desde el retorno a la democracia.

Todos los sectores políticos creyeron ser los correctos intérpretes del significado trascendente, del mensaje oculto, de la movilización social, que inundó las calles del país, a veces con una violencia tan inusitada como alentada por grupos políticos interesados, los cuales están lejos de hacer su mea culpa. Las columnas de la prensa y la literatura en boga planteaban una verdadera hermenéutica de los hechos acaecidos, nos atestamos de reproches mutuos, intentos de desestabilización democrática, acusaciones constitucionales de unos y otros, un neurótico vaivén electoral que tuvo literalmente en el columpio a los analistas políticos y a las clases dirigenciales. Y un proceso constitucional como única vía posible de establecer una carta de navegación institucional que salvaguardara una democracia herida gravemente tanto o más por los propios partidos y las élites del ejecutivo y el parlamento, que canalizara las diversas demandas de la población que no eran ni únicas ni homogéneas.

El péndulo se movió de allá para acá, y de vuelta para allá, en una dinámica propia de física cuántica, más allá de las declaraciones en caliente de los personeros de turno que más bien culpaban al empedrado que su propia cojera, veíamos cómo pasaba el tiempo y se pavimentaba una institucionalidad refundacional que finalmente fue ampliamente rechazada por una ciudadanía que no era ni tan voluble ni tan ignorante, y luego, en un segundo proceso, con muchas más reglas que el anterior, pero que paradojalmente si contó con el beneplácito de todos los sectores, para terminar proponiendo una carta magna mala que ayer fue rechazada tal como lo fue la otra, ambas malas propuestas como la que nos seguirá mandatando mientras no acordemos en serio las más necesarias reformas. Porque por cierto, rechazar ambas constituciones -la del 4/9 y la del 17/12- no significa validar la actual, que tendrá necesariamente que ir siendo modificada con los quórums que nos permite la propia institucionalidad, más mucho diálogo y generosidad, muchas empatía y acuerdos, sin gritería ni pendones callejeros llenos de lugares comunes y frases para el bronce.

¿Diríamos entonces que el resultado fallido de ambos plebiscitos nos lleva al punto de partida? ¿Este proceso nos dejó donde mismo? ¿Todo fue finalmente una pérdida de tiempo y de dinero? Creo que no.

Hoy, el país se encuentra en una posición distinta a la de hace 4 años. Los sectores más extremos, al tenor de sus declaraciones de ayer y hoy, más moderadas y humildes, menos triunfalistas y generosas, han comprendido que el farreo de ambos procesos deriva de la incapacidad de no escuchar a todos y de haber insistido en un proyecto ensimismado en sus propias ideologías; por un lado, un sector populista que quería refundar todo, eliminar todo lo que se había hecho para partir de cero, en un modelo de sociedad que existía sólo en sus utopías, ese proyecto arrastró a sectores de izquierda moderados que no supieron defender la impronta de los años de la Concertación, lejos los mejores de la historia de Chile, en casi todos los ámbitos que el lector elija revisar. Más allá, ciertamente, de todos los aspectos por mejorar, de los temas pendientes que solucionar tanto desde la institucionalidad, en las bases y en asuntos de la política más pragmática, hecho que significó que una amplísima mayoría de chilenos exigiera un cambio constitucional que aborde desde la legalidad primordial los vectores esenciales de nuestra institucionalidad.

Y por otro lado, un sector conservador a ultranza que intentaba atrincherarse en los elementos más reaccionarios de la Constitución pinochetista, institucionalizar incluso algunos de los elementos más criticados del modelo y retrotraer avances de políticas liberales en lo cultural ya superadas por la sociedad y el tiempo. Impulso que a su vez arrastró a sectores de centroderecha moderados que, en otras condiciones, no se habría inclinado hacia ese lado si no es por la ambición que significa un nombre en las encuestas o la posibilidad de volver a ser gobierno sólo por ser gobierno.

Fracasados en sus intentos revolucionarios y ultramontanos, ambos sectores saben que se equivocaron, lo dijo Boric en el mejor discurso de su gobierno esa noche, sin tantos perdones ni frases de ampulosa humildad, una suerte de toma de conciencia en la comprensión del fracaso de su gobierno, al menos en el derrotero refundacional señalado en su propia campaña para terminar administrando el país con las dificultades propias de un gobierno inexperto y la terrible oposición de un sector político que cuando fue gobierno recibió fue tratado igual o peor por los que ahora reconocen que "otra cosa es con guitarra".

Por supuesto ese crudo análisis no desconoce la necesidad urgente de cambios. Cambios como ya están señalados que apunten a mayor justicia social, pero también cambios en el modo en que se relaciona nuestra clase política y cómo fortalecemos la democracia para que esa clase tenga mejores nombres a la hora de diseñar, legislar y ejecutar políticas públicas que den cuenta de las necesidades ciudadanas. No basta el afán juvenil y voluntarista, hay que hacerlo con madurez, diálogo y manejo político que es lo que menos ha tenido el gobierno en estos casi dos años, y un sector que aún mira con edulcorada nostalgia el romanticismo de la revolución castrista.

Y en la derecha, sectores que deambulan confundidos entre su propio derrotero refundacional con afanes modernizadores que les permitan despojarse de la fatal herencia del pinochetismo (como tarea permanente de la derecha supuestamente democrática) o el de seguir siendo comparsa de un grupo minoritario y poderoso que defiende sus privilegios económicos, sus interpretaciones históricas y su hegemonía religiosa frente a los asuntos del estado laico y cuya interpretación de la Dictadura sigue siendo ambigua y cómplice, anclados ideológicamente en los peores años de la Guerra Civil española.

Sin embargo, de algo ha servido este período de tiempo, al menos de que la clase política ensayara un golpe a su propia arrogancia, a su excluyente análisis de la realidad, a su entelequia, un golpe a cierto fundamentalismo ideológico que sólo sabe de descalificar al contrario y sus ideas, y que incapaz de llegar a acuerdos, ha terminado polarizando a la sociedad entre buenos y malos, amigos y enemigos, como lo hiciera en su minuto la Iglesia con su posesión de la verdad, la Alemania nazi y su hegemonía racial, la Rusia soviética con su falsa promesa de igualdad y tantos otros que se sienten herederos, elegidos en la propiedad del Santo Grial, de la Fe única, o de la piedra filosofal de la eterna juventud.

Hoy se vislumbra un escenario de modestia, un clima de silencio en la discusión política, el camino más reflexivo hacia la ciudad santa; más allá de los análisis de fondo que se hagan al interior de los conglomerados políticos, los medios y la academia, al parecer esta travesía desde el 18/10, exacerbada por los impulsos humanos parecieran invitar a los actores incumbentes a concentrarse en sus propias tareas institucionales, sin mayores aspavientos; ojalá un gobierno que pueda enfrentar sus desafíos pendientes en el tema de las pensiones, sin ideologismos como espero haya quedado claro hace rato; el de la Salud, en los temas de seguridad, vivienda y educación. Acordar la mejor reforma tributaria que se pueda, en el marco de los exigentes quórum democráticos, sin acusaciones al voleo ni descalificaciones. Una oposición en su pega, con la firmeza que le corresponde pero con una generosidad hoy muy necesaria, sin frases para el bronce ni hegemonismos morales, que no los tiene. Trabajar en acuerdo.

Los partidos deben tomar conciencia de su responsabilidad para pavimentar encuentros entre los distintos sectores; filtrar adecuadamente las ideas genuinas de su pensamiento respecto de aquellas que quieren escuchar los electores.

Si no fuera esa la lección aprendida desde la inteligencia de una clase política madura y golpeada, al menos lo será desde el aprendizaje de difíciles años pendulares, años de enfrentar las urnas con la sensación de que estamos perdidos cuando en realidad lo que aparece es una ciudadanía cuya inmensa mayoría quiere cambios pero no todos los cambios, quiere una política mejor, y políticos que sepan escuchar atentamente más que disfrazarse de tristes y patéticos personajes rocambolescos.

Porque no serán perdidos estos años si la lección es realmente aprendida, cuatro años que serán el precio que tuvimos que pagar para superar nuestra crisis de adolescencia, años que habrán sido parte sustancial de la travesía necesaria para conquistar el camino a la mítica Ciudad de los Césares.

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