La revuelta del 18 de octubre y la movilización que lo siguió han cortado los lazos que vinculaban nuestras vidas individuales con el quehacer colectivo. Los mecanismos de integración social instaurados en la dictadura se desplomaron como trapos viejos abriendo espacio a un desborde de anomia.
Hoy no hay normas colectivas legítimas para integrarnos como sociedad, se disolvió el cemento que nos conectaba a una estructura común.
El mercado dejó de ser la formula articuladora de la cohesión social y como una metáfora de su descomposición repentina algunos de sus símbolos más potentes y todas sus reglas, literalmente se hicieron humo.
El programa de mercantilización de las relaciones sociales y de individualización de la relación de la ciudadanía con el Estado, ejecutado por la dictadura y administrado en los últimos 30 años está pasando su factura.
La estructura saltó en mil pedazos en su propia ley, y ahora el único interlocutor político legítimo que encuentra el Estado es “Picachú bailando”, el fantasma del “Perro Matapacos” o el superhéroe de historieta “Pareman”.
Mientras los actores políticos han buscado desde el primer día identificar un relato o una demanda para responder con alguna propuesta, las organizaciones sociales más visibles han querido llenar de sentido desde su propio ámbito de lucha una movilización que las trasciende.
Lo mismo los municipios, la institución de mayor legitimidad y eficacia en la producción de la cohesión social del Chile reciente, está envejeciendo a un ritmo vertiginoso, y se encuentra cada vez más a la deriva frente a un desafío demasiado grande para su limitado tamaño y alcance.
No es casual que el despliegue inicial de esta crisis haya puesto a los alcaldes a la cabeza de la primera respuesta, ni que a poco andar su liderazgo haya derivado en un grito impotente pidiendo orden en medio del caos. Si todos han tenido que cambiar su estrategia y agenda en el camino, es porque no hay ni ha habido un camino.
La movilización no tiene un relato, no busca algo en específico, ni tiene una orientación definida, tampoco tiene un final previsible, ni están claras las condiciones para que ese final se produzca. La movilización tiene un sentido puramente expresivo, si se quiere, la revuelta es el mensaje.
Todo lo que se consiga, nueva Constitución, fin a las AFP, condonación del CAE, fin de los privilegios de la elite, justicia tributaria o el fin del patriarcado será una conquista parcial, que no logrará apagar el fuego.
Sin una nueva forma de integración social distinta al mercado la sociedad no volverá a componerse. Puede que consigamos un sistema de pensiones de reparto, una estructura de impuestos progresivos, o una Constitución sin Estado subsidiario, pero de nada nos van a servir si no tenemos una sociedad en la que puedan existir.
Y no se trata del derrumbe de un modelo de desarrollo, sino más bien de la disolución de las condiciones mismas para vivir en sociedad. La crisis por lo tanto no se resolverá con la instauración de un nuevo modelo o con ajustes a este, es necesaria la institucionalización de nuevas formas de organización colectiva de la vida. En este sentido este es un momento más que constituyente, fundacional.
Mientras no se institucionalicen nuevas normas legítimas para la convivencia colectiva, la crisis persistirá. Naturalmente que estas nuevas normas no se crearán por generación espontánea, ni tampoco emergerán mágicamente por la pura fuerza de las consignas ni los heroicos símbolos que afloran en la movilización.
Es la política y son los actores que la encarnan lo únicos que pueden impulsar una nueva composición de los parámetros de la convivencia. La profundidad del cambio requiere eso si como condición, que los actores que empujen la transformación se pongan ellos mismos a disposición del proceso, deben estar dispuestos a crear las condiciones para su propia transformación.
El escenario está abierto y la disputa en marcha, aunque no parece haber claridad respecto de qué exactamente es lo que se está disputando, los actores están tomando posición. Por una parte la impronta conservadora que está empujando parte de la elite y el gobierno busca restituir el orden social tal cual estaba instituido hasta el 17 de octubre, haciendo algunas concesiones a condición de no perder lo fundamental.
Esta posición comienza perdiendo, pues su fracaso histórico es justamente aquello que nos tiene en este punto. De imponerse por lo tanto lo hará por la fuerza pero tarde o temprano enfrentará su fracaso. La única diferencia entre su derrota inmediata o en el mediano plazo está dada por el número de muertos y heridos que dejará en el camino.
Por otra parte, la impronta constituyente que están empujando auténticamente algunos actores políticos y sociales del progresismo de manera fragmentada, auto-flagelante y desarticulada, está permitiendo avanzar en una dirección pero de manera limitada.
Con la apertura del proceso constituyente se ha dado un primer y único paso, significativo pero restringido pues se ha impuesto como punto de llegada la nueva Constitución y no la recomposición de la sociedad.
Y es que no se ha asumido que la potencia de este momento fundacional no se agota en la creación de nuevas reglas para el juego del poder en una nueva Constitución, sino en la creación nuevas condiciones para la vida colectiva.
La discusión en cuanto a los quórums, sistema de elección de independientes, o el nombre que se le dará a la asamblea constituyente no hacen más que mostrar una baja capacidad para leer el momento e identificar el sentido de su propia acción, y una alta capacidad autodestructiva.
Finalmente hay una tercera fuerza escondida, que apenas asoma la cabeza esperando el momento de dar su zarpazo, y aunque aún no gana nada, está en la mejor posición para ganarlo todo pues parte con ventaja. Y es que su potencia radica justamente en las condiciones que expresa el estallido.
En efecto la descomposición del lazo social, es funcional a la emergencia de un populismo que recomponga la sociedad a partir de un enlace directo entre un liderazgo y la ciudadanía, el pueblo para ser más precisos.
Y aquí la disputa central aún latente, se dará entre una deriva neofascista que pretende refundar al pueblo en los valores de la nación, la autoridad y la propiedad privada, y la fuerza de un populismo volcado a la construcción de una nueva democracia estatal, fundada la inversión de la deuda pública, donde el pueblo deje de ser el deudor y pase a ser el acreedor legítimo de los bienes acumulados.
Si los actores del progresismo institucionalizado en la coraza del pasado, no asumen el alcance fundante que tiene el proceso constituyente que han empujado, no serán siquiera adversario, si no espectadores de la caída de una larga y oscura noche.
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