La vida primero: por qué un país que arde en silencio necesita un giro estructural

Madrugada en el Parque Bustamante. Un hombre se prende fuego. No hay panfletos, no hay consignas, no hay reivindicación explícita. Hay dolor. Y hay una ciudad, un país, que mira de reojo, anota la cifra, la convierte en minuta y sigue de largo. ¿De verdad vamos a fingir que esto es un hecho aislado? ¿O, peor, que es "un tema de salud mental" sin causas materiales ni responsables políticos?

Pero no es solo Bustamante. Hace unos días, David, un joven mutilado por las balas del Estado en la revuelta de octubre, decidió quitarse la vida. Su suicidio no es un acto individual desconectado, es la consecuencia brutal de un país que primero lo reprimió y luego lo abandonó. David cargó en su cuerpo y en su mente la violencia institucional y la indiferencia posterior. Su partida es un grito contra la impunidad y la falta de reparación real a las víctimas de 2019.

Recordarlos es recordar que la precariedad, la soledad y el abandono también matan, aunque los poderosos con sus medios asociados y sus periodistas comprados, intenten reducir todo a un titular policial o a una estadística fría.

Marx lo dijo con precisión quirúrgica en "El Capital": "la acumulación de riqueza en un polo es, a la vez, acumulación de miseria... y degradación moral en el polo opuesto". Esa "miseria" no es solo falta de dinero. Es la soledad fabricada por el mercado, el tiempo de vida robado, la ansiedad de fin de mes como régimen político. Engels lo vio hace siglo y medio en las ciudades industriales cuando escribió "La situación de la clase obrera en Inglaterra": las condiciones sociales matan.

Hoy en Santiago, y en muchas de nuestras ciudades metropolitanas, ocurre lo mismo con otro maquillaje: créditos para complementar sueldos y pensiones miserables; un sistema económico y laboral caracterizado por el predominio de contratos a corto plazo o trabajos independientes, en lugar de empleos fijos o permanentes; listas de espera en un sistema de salud excluyente y segmentado por capacidad de pago; una sociedad dedicada a cuantificar, clasificar y evaluar constantemente a personas, instituciones y aspectos de la vida social; una sociedad que ha naturalizado el vivir en un estado de agotamiento físico, emocional y mental provocado por el estrés crónico en el lugar de trabajo, entre otros males. Pero lo peor, un Estado que externaliza cuidados y luego se sorprende de que la gente caiga.

Estamos en campaña presidencial y nos quieren vender el dilema viejo de siempre: tecnocracia de "orden" o mano dura de uniforme. Es la misma moneda. Unos prometen eficiencia gerencial, otros prometen castigo. ¿Y la vida? ¿Y el derecho a existir sin deuda, sin sobrecupo, sin miedo? Si elegimos administradores del mismo negocio, obtendremos el mismo resultado: riqueza arriba, precariedad abajo, ansiedad en el medio y, de vez en cuando, un cuerpo incendiado que nos recuerda dónde estamos.

¿Cómo llegamos hasta aquí? Convirtiendo derechos en mercados. Salud, vivienda, educación, cultura, agua: todo pasó por la caja. El que no puede pagar, espera; el que no aguanta, cae. Llegamos aquí privatizando el tiempo: con jornadas extensas, traslados eternos, hiperconectividad obligada. Llegamos aquí sin tiempo para el ocio, sin comunidad, sin tejido. Llegamos endeudando la vida para complementar salarios y pensiones miserables: con tarjetas, con deudas para estudiar, comprando en cuotas en el retail, todo es deuda.

Llegamos aquí convirtiendo la angustia en modelo de negocios, destruyendo las comunidades y los barrios, expulsado a los que tienen menos por gentrificación o mediante arriendos usureros y copropietarios que son empresas. Llegamos aquí viviendo sin redes, solo algoritmos; y una política del castigo. Frente a cada síntoma social, frente a cada reclamo, criminalización y más garrote. El síntoma se agrava, el negocio de la violencia crece.

No es casualidad. Es el diseño de la clase dominante. Y sí, también es opción política: por décadas se eligió "gobernabilidad" entendida como paz de empresas y orden para el flujo de capital. Hoy nos devuelven el costo en forma de crisis de salud mental, soledad, consumo de psicofármacos, violencia cotidiana que rechaza la violencia cuando esta se transforma en la única forma de volver a ser visto, incluso si es violencia contra uno mismo. El mercado hizo su trabajo: maximizar renta, y el Estado hizo el suyo: garantizarla.

¿Qué significa "la vida primero" en una elección? Significa que el centro del programa no puede ser la planilla Excel, ni la obsesión con "señales" a los mismos de siempre. Tiene que ser salario social, tiempo, comunidad derecho a la vida pero no como pancarta, sino como realidad cotidiana y factual.

Y esto no se logra con slogans, sino con poder material: se logra con un Sistema Nacional de Cuidados y Salud Mental Universal, sin copagos ni tickets, con equipos territoriales 24/7. Se logra con derivación inmediata en APS, psicoterapia garantizada, psiquiatría pública robusta, fármacos con precios regulados.

Se logra devolviéndole tiempo a la vida; con más derechos laborales garantizados, con jornadas de 36 horas sin rebaja salarial, con derecho efectivo a la desconexión, control de horas extra y fiscalización punitiva; se logra considerando a la vivienda como derecho, con planes masivos de arriendo público a precio justo y cooperativas, con banca pública para vivienda, con prohibición de desalojos sin realojo, y con tope legal a reajustes de arriendo por IPC. Se logra con desendeudamiento popular, con reprogramación masiva con quitas para créditos educativos y de consumo, con tope a tasas, con el fin de comisiones abusivas y la prohibición de Dicom para deudas de primera necesidad.

Se logra con trabajo digno: con salarios mínimos que alcance la canasta real, negociación por rama, sindicalización automática y protección fuerte contra despidos antisindicales. Se logra con una renta pública estratégica: con el cobre y el litio bajo control estatal con encadenamientos productivos y fondos soberanos para salud y cuidados; y con los elementos esenciales para la vida como el agua y la energía, con tarifas sociales. Se logra con medios y prevención: con protocolo obligatorio de cobertura no sensacionalista de suicidios; con una línea única 24/7 integrada a APS; y con formación a periodistas, docentes y funcionarios.

En síntesis se logra construyendo una sociedad con ciudades y territorios que cuiden: con transporte público nocturno seguro, iluminación, espacios de encuentro, cultura gratuita de base y participación cultural de los pueblos. Con presupuestos participativos para transformar a las comunidades, no es una palabra linda, sino en política pública.

Lenin anotó que "los hechos son testarudos" (y lo son). Los nuestros dicen que sin reorganizar la base material, todo lo demás es relato. No bastan las "mesas de trabajo": se necesita confrontar intereses, porque como Marx planteo en "El Capital", "entre derechos iguales decide la fuerza", y la fuerza aquí es presupuesto, ley, propiedad y calle organizada.

Necesitamos un país que se mire al espejo, que no nos confundan: hablar de salud mental sin hablar de precariedad es marketing puro y, duro y del malo. Hablar de seguridad sin hablar de desigualdad es propaganda barata. Hablar de crecimiento sin hablar de distribución y tiempo es tecnocracia vacía, discursos para la galería. Esta elección no define solo quién administra el palacio, sino qué vidas se consideran vivibles.

No debemos romantizar la tragedia. Debemos exigir que no la convirtamos en anécdota. Si un país civilizado se mide por cómo cuida a quienes más sufren, hoy estamos reprobados. Pero se puede revertir. Con decisión y con mayoría social. Con una coalición de trabajadores, mujeres, juventudes, pueblos originarios, cooperativistas, cultura, ciencia; con una agenda que saque del centro al mercado y ponga ahí, sin culpas ni eufemismos, la vida común.

Si de verdad queremos que nunca más una madrugada así nos encuentre indiferentes, entonces cambiemos las condiciones que empujan a tanta gente al borde. Lo demás es silencio... o complicidad.

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