Salvo en redes sociales, donde abundan las palabras lanzadas a la galucha para aquellos que nos leen siempre, nadie en la plenitud adulta de sus capacidades sensibles y racionales podría alegrarse ante el trágico deceso del expresidente Sebastián Piñera. Primero, porque no ha sido ni el peor ni el mejor presidente de la historia, como sostienen ahora un gran número de sus adherentes y odiadores circunstanciales. No fue un genocida. Tampoco fue un hombre de muchas luces en el campo político. La historia siempre juzga con más sosiego las obras, errores y horrores de quienes ejercen el poder en determinados momentos. Dejemos que el tiempo haga su trabajo. Es difícil, lo sé; inmersos en la vorágine que nos impone el ritmo de las redes sociales todo parece transcurrir con demasiada premura, pero, tengámoslo presente, también desaparece con idéntica rapidez.
Fuera del plano de la natural conmoción que produce un momento tan duro para una familia, amigas y correligionarios, hay que evaluar a Piñera como parte de una generación -como todas, por cierto- con luces y sombras. No cabe duda, por ejemplo, que estuvo más a la "izquierda" que muchos de sus partidarios. Incluso de aquellos que llaman a su beatificación con voces quebradizas sonando ante las cámaras de televisión. Ya transcurridos unos días, se puede recordar como muchos de quienes ahora le lloran lo acusaron que herir mortalmente a la derecha, de izquierdizar las ideas de la libertad. De entregar Chile, durante el estallido. De ser sinvergüenza, sólo hay que recordar las furibundas críticas de José Manuel Ossandón.
No hay dudas que, en materia de derechos humanos durante el estallido social, la administración Piñera será juzgada severamente. No es posible, y nunca lo ha sido, esconder las mutilaciones de las cuales fueron objeto cientos de personas. ¿Culpa del presidente? No lo creo. Responsabilidad política, sin ninguna duda. Un análisis sereno mostrará que pudiendo haber cedido a la tentación de desplegar militares a mansalva, esto no se produjo y con ello, muy probablemente, se evitaron muchas muertes. Varias veces en la historia de Chile se han producido matanzas perpetradas por militares. Este no fue el caso.
Piñera no fue querido por la ciudadanía. Tenía un estilo torpe. El 80% que ahora recoge Cadem, como adhesión a su gestión, me recuerda el dicho de que "no hay muerto malo". La frágil sensibilidad ciudadana ayudada por la débil gestión del Presidente Boric explica esta sensación. Piñera, sin embargo, tuvo fama de empresario mal habido, de aquel que está siempre al límite de la legalidad en sus negocios. Nunca pudo distanciarse de aquello que seguramente lo mantenía en alerta: la maximización de las ganancias. Defecto mortal de casi toda la derecha chilena. En su mundo fue exitoso. Pudo convivir, a precio de innumerables y justas críticas, tanto por izquierda como por derecha, con una vida ligada a los negocios y a la política, más bien a la conquista del poder, donde era implacable.
Piñera fue un hacedor gerencial, bueno para hacer frente a crisis que implicaban reconstrucciones. En un país como Chile, esto no deja de ser un mérito. No obstante, fue incapaz de comprender el malestar que anida profundamente en la sociedad nacional. Su última tesis, la del golpe de Estado que trataron de darle en 2019, es una de las "piñericosas" que quedarán para el recuerdo. Nada puede haber más ajeno a la realidad. Hoy, tanto como en esa fecha, persiste la sensación de que la clase política se lleva la torta para la casa. Un peligro latente permanece en el corazón de la sociedad chilena. El presidente Piñera hizo bien en ceder al cambio constitucional, era lo que un demócrata debía hacer. Lo que ocurrió luego, y posteriormente, se encuentra en puntos suspensivos, es parte de una crisis inacabada.
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