Los jóvenes y la calculadora

En las últimas semanas, el Partido Comunista ha propuesto modificar la edad para sufragar en el plebiscito de salida del proceso constituyente. De la misma forma, algunos convencionales han acordado bajar a 16 años la participación electoral en los eventuales plebiscitos dirimentes. Estas dos propuestas abren una serie de cuestionamientos, particularmente en lo que se refiere a los verdaderos argumentos que las sostienen.

Después de todo, en la motivación detrás de las iniciativas radica, quizás, el verdadero problema.

Como muchos otros asuntos de política pública, la decisión de la edad para votar parece ser un tema esencialmente convencional. Es cierto que algunos han ofrecido una mirada más normativa sobre el fenómeno, pero observando las experiencias comparadas podremos apreciar cierta flexibilidad y diversidad, la que incluso hemos vivido a lo largo de nuestra historia republicana. En este sentido, el asunto de la edad para votar parece supeditado a distintas circunstancias propias de cada realidad, lo que dificulta ofrecer una mirada general.

Por ejemplo, ¿es cierto que los menores de 18 años estarían poco preparados para enfrentar el voto de manera informada? Probablemente sí, pero también es cierto que los mayores hemos demostrado ese mismo nivel de desinformación. Entonces, determinar la madurez o el momento de nuestras vidas en que nos volvemos "aptos" para ser ciudadanos no es un asunto sencillo, por lo que los argumentos deben ser plausibles y convincentes.

En ese espíritu, algunos expertos electorales han sostenido que la incorporación de menores en el proceso electoral podría ayudarnos a enfrentar los bajos niveles de participación. A juicio de varios, el que vota suele seguir votando y, por lo mismo, algunos países consideran a menores en votaciones locales a modo de preparación e involucramiento temprano.

Desde luego esta sería una idea interesante para nuestra realidad. Pero eso, sin embargo, no nos faculta a prescindir de una serie de otros dilemas. Por ejemplo, ¿cómo determinar seriamente la edad específica en que defenderemos el derecho a voto? ¿cómo especificar los procesos en que los menores podrán participar? Estas no son cuestiones de fácil solución.

Mientras la propuesta comunista sugiere -sin mucho argumento- la edad de 14 años, otros estiman que una opción razonable es la de 16. De la misma forma, mientras el debate constitucional considera la inclusión de menores en el plebiscito de salida y en los eventuales plebiscitos dirimentes -elecciones de gran relevancia e impacto-, la experiencia comparada suele considerar más bien elecciones locales de menor incidencia.

El asunto, entonces, se vuelve más complejo. Surgen las suspicacias y los cuestionamientos. Si de verdad queremos enfrentar el involucramiento de los niños y adolescentes en política, ¿no será más genuino empujar una discusión seria frente a sus derechos políticos en vez de hacer propuestas improvisadas y poco razonadas sobre el sufragio?

Cuando vemos que la propuesta concreta del Partido Comunista se enmarca en una batería de sugerencias que consideraban, también, los mismos plebiscitos dirimentes y la creación de una "red de jóvenes constituyentes" (el solo nombre sugiere la muy probable politización de la instancia), se hace imposible no advertir que lo que verdaderamente suele primar en estas propuestas es el cálculo electoral. La poca evidencia disponible demuestra que la inclusión de menores en los procesos electorales no solo tiene implicancias en la decisión del voto (participación), sino que también en la dirección del voto (resultados). En sencillo, se ha argumentado que los principales beneficiarios de estos cambios suelen ser los sectores más polarizados.

Esto parece tener sentido. En general, se ha sugerido que los proyectos polarizados tienen su base en sectores de la sociedad que viven el abandono. No en sectores pobres o ricos, sino que más bien en aquellos que han sentido permanentemente que el sistema político no les responde. Al menos en Chile, los jóvenes suelen tener mayores grados de malestar, lo que favorece a algunos sectores políticos más que a otros.

Si queremos enfrentar el dilema del involucramiento político de niños y adolescentes deberemos hacerlo con seriedad y con pausa, sobre todo en momentos en que debatimos (o dialogamos) sobre las bases más elementales de nuestra institucionalidad. Varios convencionales y activistas deberán comprender que, para eso, tendremos que dejar la calculadora electoral en la casa.

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