El anuncio del nuevo gabinete que acompañará al presidente Piñera ha confirmado las inquietudes que muchas personas albergábamos respecto del futuro en áreas extremadamente importantes, como lo son el logro de mayores niveles de igualdad, acceso a derechos y bienestar. Particularmente las designaciones en áreas como educación y mujer y equidad de género han generado revuelo, por las opiniones en extremo conservadoras de sus futuros líderes.
Para quienes trabajamos en una agenda de igualdad de género en el mundo de las organizaciones, como es mi caso, lamentablemente estos pseudo debates entre derechos y bienes de consumo, o igualdad y meritocracia, son moneda corriente.
Si hay un entorno conservador es el organizacional, particularmente (aunque no excluyente) el empresarial. Gran parte de mi quehacer en el mundo organizacional sigue siendo, aún a estas alturas del siglo XXI, el de convencer a una mayoría de hombres (y algunas mujeres) que las mujeres podemos y que tenemos talento. “Las cuotas son la peor lacra para un sistema meritocrático”, “la culpa la tenemos las mismas mujeres, que criamos hijos machistas” y “ahora ya no se puede ni hacer un chiste” son tan solo ejemplos de las inquietudes que aparecen en las conversaciones y los espacios de formación.
Me gustaría detenerme particularmente en una idea, que anticipo tendrá una renovación en el nuevo contexto social y político: el de meritocracia.
Si hay un concepto, que es esgrimido en todos los escenarios posibles y legitima la falta de involucramiento de las organizaciones en las desigualdades sociales, es el de meritocracia.
Aparece como comodín en un sinfín de conversaciones, porque se utiliza en momentos de cierta desesperación argumental y tiende a clausurar la conversación. La meritocracia, como mito, se viste de objetividad y neutralidad para reforzar sus argumentos.
Un primer argumento de ello es aquel que plantea que ciertas iniciativas implementadas para acelerar la igualdad de género ponen en jaque el criterio de “la mejor persona para el puesto”, por uno de incorporación de mujeres mediocres.
Dato #1: la meritocracia no se da en un contexto neutral. La cultura organizacional y los sesgos de género impactan en este proceso. De hecho, bien implementadas, este tipo de iniciativas tienden a forzar la salida de hombres mediocres.
Dato #2: las mujeres y los hombres componen el 50/50 de la sociedad. Las tasas de incorporación de las mujeres a la educación superior son paritarias, las tasas de titulación de las mujeres son un poco mayores que la de los hombres. El talento está estadísticamente repartido entre los géneros.
Las organizaciones de hecho no son meritocráticas, dado que hay una distorsión entre los talentos disponibles y la composición actual en sus estructuras.
Un segundo argumento de la meritocracia es “quien realmente quiere, puede”,donde se incluyen todas las expresiones y lugares comunes como: “es que las mujeres no quieren” o “es que no hay mujeres”.
Esta argumentación pone el foco en las variables individuales, por lo tanto, la única explicación posible a que las mujeres no lleguen es porque no quieren y/o no tienen el talento necesario.
Dato #3: si entendemos las causas de las brechas de género desde una perspectiva individual, pensaremos solo soluciones individuales. Esta perspectiva no considera el impacto de los estereotipos de género en el mundo laboral.
Dato #4: las posibilidades de desarrollo laboral dependen de una combinación de factores, entre ellos y al menos, acceso a oportunidades + capacidad + motivación. Todas ellas están atravesadas por variables de género (entre otras).
Es un panorama desolador, pero me mantengo optimista. Sigo creyendo que las organizaciones son un ámbito estratégico de intervención para el avance en materia de igualdad de género.
El desafío no es solo equilibrar la balanza, sino al mismo tiempo cuestionar el orden establecido. La apuesta no es solo de igualdad sino de transformación.
Y para esta transformación los enfoques deben incluir el trabajo para y con las masculinidades. Debemos avanzar en complejizar las iniciativas que desarrollamos, ya es tiempo de no limitarnos a programas de empoderamiento femenino.
Iniciativas exclusivas en esta dimensión refuerzan la idea de que a las mujeres nos falta algo (aún si lo atribuimos a variables sociales y al impacto de los estereotipos) y se continúa con un abordaje de la problemática anclado en esta mitad de la población.
Es hora de incluir un enfoque relacional y sumar el trabajo con hombres, no solo como aliados sino como participantes que estén dispuestos a no ser cómplices de situaciones que reproducen la desigualdad, pero sobre todo que se pregunten, “¿qué estoy dispuesto a cambiar para que mi organización de trabajo sea más igualitaria y más inclusiva?”
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