“Ni la derecha ni los progresistas harán al pueblo protagonista” reza la consigna del Grupo de Acción Proletaria (GAP) estampada sobre papel en un muro de la calle Vergara. Pero tampoco será el GAP el que asegure tal protagonismo, creo yo. Los candidatos son otros.
Están las redes de narcotráfico operando en los barrios populares. El movimiento nacionalista es otro de los candidatos a liderar en esos territorios y “quien la lleva” son los hermanos evangélicos. De modo que la aprobación de la Ley de Identidad de Género si bien nos puede alegrar a quienes creemos que ya era hora de garantizar derechos a aquellos que han sido objeto de discriminación, acoso y violencia de género, también nos invita a reflexionar.
La celebración no nos puede llevar a la euforia triunfalista de algún comentarista radial que ve sobre representado en el Parlamento a los grupos evangélicos y fundamentalistas. Y este es uno de los temas que amerita reflexión.
El GAP tiene razón, en el Parlamento no están las voces más conspicuas de una vasta ciudadanía abandonada a la operación del mercado. Son pocos - y el comentarista piensa que debieran ser menos - los que representan la voz del pueblo evangélico en el hemiciclo.
Así lo creyeron los demócratas en Estados Unidos y hasta el PT en el Brasil. Trump y Bolsonaro testimonian aquello a que lleva la arrogancia de las clases políticas atrincheradas en el hemiciclo y protegidas por los privilegios que aseguran para cada uno de sus financistas.
La tarea de quienes creemos que el Estado debe proteger los derechos fundamentales asociados a las libertades personales sean estas relativas a las identidades de género, al propio cuerpo o a la muerte, más que celebrar las conquistas nos corresponde llevar la discusión al corazón de un pueblo al que se ha condenado a vivir entre matinales, concursos de celebridades y cadenas de comida rápida.
Más aún corresponde al Estado proteger a la civilidad que ha sido por entero abandonada a las fuerzas del mercado. Quejarse después de los hechos es anacrónico y hasta irresponsable. El Estado nada distinto ha hecho que no sea el desregular la operación de una economía voraz.
En nombre de los “asuntos entre privados” nada han hecho los sucesivos gobiernos por asegurar el ejercicio genuino y libre de la voluntad cívica y, menos aún, para garantizar el derecho de la población para vivir en un medio ambiente sano, consagrado (pero no respetado) por la Constitución de Pinochet.
La arrogancia de señalar como “unos pocos” a aquellos representantes del pueblo evangélico es parte del mismo infortunio que permite de modo matonesco a uno de los empresarios nacionales emplazar al Estado por no haber castigado los derrames de su consocio minero en el norte de Chile. Por el contrario, uno de los diarios principales del país suele dedicar a ese personaje columnas enteras para celebrar sus cumpleaños y el pueblo hace lo propio cuando el magnate hace una modestia donación, proporcionalmente infinitamente menor a la de una dueña de casa, a la Teletón o cuando, de fiesta patria en fiesta patria, regala asados a sus seguidores en Twitter.
No será el GAP quien lidere al pueblo en su xenofobia, ni en su homofobia. Tampoco lo serán el Parlamento ni los partidos políticos, sino que, lo más probable, es que serán más bien los hermanos evangélicos quienes tomen el liderazgo a la Bolsonaro en materias de identidad sexual.
Al igual que en Brasil, por ejemplo, ya se oyen en la Cámara las voces que convocan a terminar con las “ideologías de género”. Y en materias de xenofobia, los mecenas de la fatuidad tienen experiencia. Serán ellos quienes alimenten los nacionalismos que les resulten más rentables. De ello se beneficiaron genocidas como el croata Ante Gotovina, el serbio Slobodan Milosevic o Milan Lukic, el serbobosnio encargado de asesinar a civiles musulmanes en Bosnia.
Junto con celebrar, pues, la nueva Ley de Identidad de Género es preciso recordar que las leyes nunca terminan de establecerse y que siempre están sujetas a respuesta. Más que concluir, la tarea recién comienza.
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