No estamos en guerra, pero ¿estamos en paz?

Mariano Bártoli Presas
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“No estamos en guerra”. Esta frase significó, para un inmenso número de chilenos que se manifestaba por una sociedad más justa, la reacción a aquellas conocidas declaraciones del presidente Sebastián Piñera: "Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, que está dispuesto a usar la violencia sin ningún límite".

Pese a que la quema del metro ha de considerarse, por su planificación y su gran carga de violencia, como un verdadero atentado que roza los lindes de una acción terrorista, y los posteriores saqueos, barricadas e incendios a lo largo de todo Chile, daban la impresión de estar en un clima bélico, ciertamente, dichas declaraciones podían resultar excesivas y con falta de realismo, por lo que la respuesta no se hizo esperar.

Como era de suponer, el primer rechazo vino desde el mundo político. Desde la oposición lo catalogaron como "irresponsable" y lo acusaron de incitar el miedo. En redes sociales también tuvo impacto.

El hashtag #noestamosenguerra se posicionó rápidamente como uno de los temas más comentados. En diversos sectores, como en el mundo de las artes, en el de la comunicación, en el de los estudiantes, en el de los profesores, etc., unido al rechazo, se hizo común la expresión “no estamos en guerra, estamos unidos”.

La prudencia y sensatez vino, paradójicamente, de parte del Jefe de la Defensa Nacional, el general Iturriaga, quien señaló con serenidad: “yo soy un hombre feliz, la verdad es que no estoy en guerra con nadie”.

Y es cierto, no estamos en guerra, aún con la crecida de violencia que se experimenta en estos días y que no siempre es del todo denunciada por quienes tienen la responsabilidad de hacerlo.

No estamos en guerra, pero ¿eso nos debe dejar tranquilos? 

Si no estamos en guerra, ¿significa, entonces, que estamos en paz?  Una mirada superficial, podría hacer pensar que sí, sin embargo, tenemos razones para pensar que, aunque la exigencia de una mejor calidad de vida es legítima, no es todo tan “pacífico” (más allá de las múltiples manifestaciones que sí han tenido ese tono), sobre todo, si analizamos la realidad a la luz de un verdadero sentido del concepto de “paz social”.

Desde luego, la paz no es la ausencia de guerra, ni siquiera un equilibrio estable entre fuerzas adversarias, por lo que no basta eso para decir que estamos en paz en la situación actual. La paz significa, sobre todo, como enseñaba san Agustín, “una concordia ordenada”, esto es, un orden según la justicia y la caridad, que posibilite la verdadera unión de los corazones.   

Tenemos aquí al menos tres elementos que nos permiten formar un criterio sobre la existencia o no de paz en nuestro país.

1.- En primer lugar, la necesidad de un orden racional que respete la dignidad de la persona humana. En toda convivencia humana bien ordenada debe ponerse como principio y fundamento el reconocimiento del carácter personal que posee el ser humano, esto es, que posee una naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el ser humano tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto. Derecho a la existencia y a la salud corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida, entre los que hay que destacar la vivienda, el descanso, la asistencia médica, seguridad en caso de enfermedad, invalidez, vejez, paro, etc., en síntesis, lo necesario para llevar una vida digna.

Desde luego que hay más, pero solo éstos son suficientes para tomar conciencia de lo lejos que está nuestra sociedad actual en la satisfacción y el reconocimiento efectivo de todos estos derechos y, por tanto, lo lejos que estamos de vivir en paz.  

2.- En segundo lugar, la paz es fruto de la justicia. La paz peligra cuando al ser humano no se le reconoce aquello que le es debido en cuanto ser humano, cuando no se respeta su dignidad y cuando la convivencia no está orientada hacia el bien común. Para construir una sociedad pacífica y lograr el desarrollo integral de los individuos, es absolutamente indispensable que desaparezcan las situaciones de injusticia social, de desigualdad manifiesta y, en muchos casos de situaciones de inmoral inequidad. No porque unos tengan mucho, sino porque muchos no tienen lo que se les debe por su condición de personas y de personas que sufren. No puede haber paz verdadera sin justicia, más aún, ésta produce odios y resentimientos, que más temprano que tarde impiden la concordia y conducen al enfrentamiento y a la violencia. Ésta última, qué duda cabe, es una seria amenaza para la paz. Es claro que en este ámbito queda mucho por hacer en nuestro país para que la paz no se vea amenazada. Pío XII en este sentido fue enfático: “No en la revolución, sino en una evolución concorde, están la salvación y la justicia. La violencia jamás ha hecho otra cosa que destruir, no edificar; encender las pasiones, no calmarlas; acumular odio y escombros, no hacer fraternizar a los contendientes, y ha precipitado a los hombres y a los partidos a la dura necesidad de reconstruir lentamente, después de pruebas dolorosas, sobre los destrozos de la discordia”.

3.- En tercer lugar, la paz es fruto de la caridad. Si bien es necesario y fundamental la justicia para causar la paz, no es suficiente. La justicia remueve los obstáculos que impiden la unión de las personas y su camino hacia el bien común, sin embargo, es la caridad, es el amor, lo que propiamente causa la unión y el consenso social. Es la caridad el fundamento último de la paz. Solo el amor causa la verdadera comunión de los corazones, la concordia tan anhelada. En este sentido el respeto a la persona en su integridad es un principio indiscutible y esencial si queremos reconstruir nuestro país. De allí que el estallido de violencia y de saqueo, de vandalismo y destrucción que asoló y sigue asolando lamentablemente, diversas regiones y comunas del país, afectando, no solo los bienes de la ciudad, sino también, miles de fuentes de ingreso, de puestos laborales, de emprendimientos tirados al suelo, que aun cuando en parte son producto de esa falta de respeto a la dignidad de la persona y a la falta de justicia social, de ninguna manera pueden justificarse y, mucho menos son el medio por el que construir un Chile más humano y más justo. Antes, al contrario, es un modo directo y triste de alejar la paz de nuestra sociedad.

De modo que tanto los políticos de todos los sectores, como los medios de comunicación, deben ser unánimes en condenar dicha violencia injustificada. Probablemente que la sigamos sufriendo no es suficiente para sostener que estamos en guerra, pero qué lejos estamos de vivir en un Chile en el que reina esa tranquilidad del orden que es la paz verdadera. Las medidas que sean necesarias para restablecer el orden público pueden ser discutidas, pero es necesario restablecerlo en vistas precisamente de la anhelada concordia y paz social. Pero restaurar dicho desorden no es lo único necesario para devolver la paz al país. Del mismo modo, es urgente establecer las medidas políticas, económicas y sociales que sean necesarias para que sea respetada la dignidad de la persona humana, así como para erradicar las visibles injusticias sociales y económicas que padece nuestra sociedad, si se quiere un clima de paz y concordia real.  

Creo, sinceramente, que es necesario reflexionar en serio sobre las palabras del General Iturriaga mencionadas más arriba: “yo estoy feliz, no estoy en guerra con nadie”, porque solo la paz de la propia alma puede ser el fundamento de una reconstrucción de Chile, ya que solo la paz interior puede causar la paz social. Más que los programas, los acuerdos, las medidas, los proyectos –todos necesarios y urgentes desde luego–, pero más que eso, es necesaria la paz de la propia alma para encauzar un verdadero encuentro de diálogo y tolerancia entre las personas.  

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