Seguridad: Los candidatos entre el miedo y la realidad

Los liderazgos de derecha, en sus distintas expresiones, han hecho del temor su principal aliado discursivo. La manoseada expresión de "mano dura" -que por lo demás nadie define- opera como un significante vacío donde se proyectan todas las expectativas insatisfechas de orden, control y protección. Más hábil en captar afectos primarios, la derecha asume al ciudadano como uno atravesado por temores, deseos y ansiedades. Pero de allí desprenden propuestas que rozan el absurdo democrático: la reinstalación de la pena de muerte, el acceso irrestricto a las armas, la validación de una lógica defensiva que promueve la autovigilancia y la sospecha permanente. Es decir, más que resolver la inseguridad, lo que se busca es intensificar su percepción

Y aquí radica uno de los desafíos de fondo para el progresismo: mostrar que es posible pensar la seguridad desde una ética del cuidado y no solo desde la lógica del castigo.

Porque la percepción de inseguridad no es simplemente una distorsión de la realidad, como a veces se insinúa. Es, en muchos casos, una forma de experimentar la vulnerabilidad en la vida cotidiana. Aunque Chile no es -a pesar de lo que sugieren algunos- uno de los países violentos del continente, los ciudadanos sienten, y con razón, que el espacio público se ha vuelto más inhóspito, más incierto, más desprovisto de garantías. En este punto, el progresismo suele tropezar: Pretende corregir la percepción apelando a las cifras, cuando lo que se requiere es enfrentar el malestar que esa percepción expresa.

Porque la percepción, lo decía Freud, no es solo el reflejo de lo que ocurre afuera, sino la proyección de aquello que inquieta por dentro. El miedo, como fuerza psíquica, no se disipa con estadísticas. Se necesita, más bien, una política que restituya la sensación de protección. Y esa sensación no proviene únicamente de la entrega de tendencias o estadísticas positivas. Proviene, sobre todo, de un horizonte de convivencia donde los ciudadanos sientan que la ley no es una amenaza sino un resguardo y una promesa de cuidado.

En esto el gobierno del Presidente Boric ha sido menos reconocido de lo que debía. Nunca en los últimos años se había invertido tanto en fortalecimiento policial, en infraestructura de seguridad, en coordinación institucional. Prueba de lo anterior, es el nuevo ministerio de seguridad pública. Pero ese esfuerzo -importante, por cierto- no ha logrado permear la percepción pública. Esto implica también hacerse cargo del problema simbólico de la seguridad: el de qué representa, más allá de lo que efectivamente hace.

Ese desafío no es solo técnico ni programático. Y en ese marco, no es irrelevante que una de las figuras presidenciables del socialismo democrático haya sido ministra del Interior, precisamente en un período complejo en materia de seguridad. Su tarea, en consecuencia, no será solo defender logros administrativos o de gestión -que los hay-, sino mostrar que la seguridad puede abordarse sin renunciar a la democracia, sin sucumbir al espectáculo punitivo, y sin desconocer el peso simbólico que adquiere el miedo en la vida ciudadana

Esa es una tarea esencial.

Un liderazgo del progresismo que aspira a gobernar no puede limitarse a invocar causas estructurales -que, aunque ciertos, no bastan- ni descalificar las emociones que afloran en los barrios y calles del país. Debe ser capaz de construir un discurso de protección que combine la eficacia en la gestión con la restitución simbólica del cuidado. Porque sin la experiencia subjetiva de estar protegidos, ningún dato será suficiente. Y sin una comunidad que sienta que su integridad importa, ninguna política de seguridad será creíble.

El progresismo debe, por tanto, salir de esa tensión estéril entre realismo técnico y negación afectiva. Debe aceptar, con madurez, que el miedo también es un dato político. Y que su tarea no es alimentar ese miedo -como lo hace la derecha-, sino transformarlo en confianza.

Y eso no se logra con promesas abstractas ni con soluciones inmediatas. Se logra con un tipo de liderazgo que entienda que proteger no es solo castigar, sino también, y sobre todo, cuidar.

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