En materia de seguridad, el Gobierno ha sido rápido para hacer anuncios... y lento para actuar. Mientras el país enfrenta una creciente ola de delitos, emergencias y sensación de abandono, el proyecto que crea el "Sistema Nacional de Protección Ciudadana" (Boletín 17.879-25) -una herramienta clave para ordenar y coordinar la respuesta ante incidentes- sigue sin avanzar en el Congreso. No estamos hablando de un tema técnico menor, sino de una política pública estructural que podría salvar vidas y recuperar confianza ciudadana.
El Ejecutivo conoce desde hace tiempo la precariedad del sistema actual: llamadas dispersas, respuestas lentas, instituciones que no comparten información y territorios abandonados a su suerte. Y, sin embargo, no ha demostrado la urgencia política que esta materia exige. Hablar de seguridad sin dotar al Estado de capacidad operativa real es simplemente una forma elegante de no hacer nada.
La falta de un sistema integrado ha generado un laberinto institucional donde Carabineros, Bomberos, SAMU, PDI, Policía Marítima y municipios operan como islas. Esta fragmentación cuesta tiempo, y en seguridad, el tiempo no es neutro: puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. La ciudadanía no espera discursos ni planes "en evaluación". Espera decisiones, coordinación y resultados visibles.
Uno de los pilares más claros y urgentes del proyecto es el establecimiento de un número único de emergencia, similar al 911 que se utiliza en Estados Unidos. Un número único permitiría coordinar respuestas en tiempo real, geolocalizar llamadas y activar protocolos entre instituciones sin que una persona en crisis tenga que decidir a quién llamar primero. Es una herramienta elemental en cualquier país serio que tome la seguridad como prioridad. No implementarla a tiempo es una señal inequívoca de indiferencia estatal frente a la vulnerabilidad ciudadana.
Y en medio de esta parálisis, el Ministerio de Seguridad Pública ha optado por un rol cómodo, casi decorativo y de comentarista de lo que pasa. Su tarea no era solo redactar un proyecto y esperar, sino liderar su tramitación política con decisión, instalar el tema en la agenda pública y presionar al Congreso para acelerar su discusión. En lugar de eso, el ministerio ha permitido que el debate se diluya entre prioridades cambiantes, sin ejercer la conducción política que la seguridad exige. Han pasado meses sin que exista una estrategia comunicacional robusta, sin que se transparente un cronograma de implementación y sin que se actúe con la firmeza que la ciudadanía espera. Un ministerio que no empuja, en temas de seguridad, equivale a un Estado que abandona.
Esta falta de liderazgo se hace particularmente evidente en regiones como Región de Antofagasta, donde la delincuencia, la migración irregular y las emergencias urbanas y viales se han transformado en una crisis cotidiana. El no entregar los elementos tecnológicos mínimos a los actores del sistema de persecución penal equivale a decirle al crimen organizado siga trabajando tranquilo porque el Estado no tiene como prioridad evitar que siga cometiendo actividades ilícitas.
Resulta contradictorio que el Gobierno, a través del Presidente Boric y sus ministros, insista en la necesidad de fortalecer el control y resguardo de las fronteras, mientras persisten brechas estructurales en infraestructura básica de comunicaciones en zonas estratégicas. Cómo se explica lo que ocurrió recientemente en el sector fronterizo de Pampa Puno, Región de Antofagasta, cuando una patrulla de Carabineros que perseguía a un grupo de delincuentes volcó y, debido a la inexistencia de sistemas de comunicación operativos, un funcionario debió desplazarse a pie por más de 40 minutos para encontrar cobertura telefónica y solicitar ayuda. Este hecho evidencia una falla grave en la planificación y ejecución de políticas de seguridad pública, así como una deficiente coordinación interinstitucional para garantizar conectividad mínima en áreas de alto riesgo. Mantener zonas de silencio en sectores críticos de frontera no solo compromete la eficacia operativa de las fuerzas policiales, sino que también pone en entredicho la coherencia del discurso gubernamental en materia de seguridad pública.
Las ciudades del norte no pueden seguir dependiendo de un sistema disperso que obliga a las personas a adivinar qué número marcar mientras enfrentan una emergencia. En zonas donde los tiempos de respuesta ya son más lentos que en la capital, la falta de un sistema integrado es más que una ineficiencia: es una injusticia territorial. El centralismo en la toma de decisiones vuelve a dejar a las regiones en segundo plano, justo donde más se necesita una reacción rápida y coordinada.
Resulta llamativo cómo se multiplican las conferencias de prensa y los slogans sobre "priorizar la seguridad", pero cuando llega la hora de transformar palabras en institucionalidad concreta, el ritmo se vuelve parsimonioso, burocrático, casi indiferente. La urgencia se diluye en discursos y calendarios legislativos eternos. La inseguridad no espera acuerdos administrativos ni mesas técnicas. Cada día que pasa sin aprobar este proyecto es un día más en que un chileno enfrenta una emergencia sin una red coordinada de protección. Eso también es responsabilidad política del Gobierno.
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