Sin odio, sin violencia

Una de las virtudes que tuvo la campaña por el “No” en el plebiscito de 1988 fue la promesa de la paz social, resumida en la frase “Sin odio, sin violencia”.   La frase incluía también un “Sin miedo” que las nuevas generaciones pueden no comprender del todo porque en estos días resulta difícil comprender en su exacta magnitud lo que significaba vivir en dictadura, con la sospecha de que los actos y comentarios privados fueran conocidos por los agentes represivos.

Es preciso decir que la parte de la violencia tampoco existe, al menos para el ciudadano común, aunque si hay que reconocer una importante dosis de temor al enfrentamiento entre facciones políticamente opuestas, en parte por el recuerdo de la violencia política pasada y en parte por la virulencia de las palabras que se emplean, lo que se entronca directamente con la parte del odio.

Existe una corriente de opinión ciudadana que no sólo se declara independiente ante los dos grandes grupos de partidos, sino que además considera que la forma de actuar de estos no contribuye a la paz social ni al entendimiento.   Esa es una de las razones del bajo nivel de aprobación de ambas coaliciones en todas las encuestas.

Es importante saber hasta qué punto esa gente independiente, que es la que decide las elecciones, valora la paz y el acuerdo social por sobre otras promesas electorales y hasta dónde están dispuestos a sufragar en coherencia con sus anhelos profundos. Una vez resuelto ello, los partidos y candidatos deberían adecuar sus estrategias a las expectativas ciudadanas.

De hecho, los mismos partidos piden retomar la senda de lo que se llamó la “democracia de los acuerdos”, aunque el hecho de que ese estilo de trabajo fuera previo al fenómeno de empoderamiento de la ciudadanía hace ahora sospechar de las reales intenciones de los que llaman ahora a un entendimiento del que parece distanciarse con sus actos y declaraciones cotidianas.

Es como si se hubiera olvidado que esa pauta de conducta política así como la “justicia en la medida de lo posible” no se hubiera producido en el contexto de la transición y en el entendimiento que, sobre todo, el país atravesara por un proceso de regresión a la dictadura.

Confabula también contra la fe ciudadana la pérdida de prestigio de la clase política, de la que ella misma es la única responsable por sus abusos de poder, por sus acciones que bordean el marco de la legalidad pero atraviesan de forma poco elegante el de la moralidad.

Lo que es medular, sin embargo, es que en 1988, ante los temores por los posibles conflictos por el regreso de la democracia, fue necesario y útil convocar a dejar de lado el odio, y que es importante determinar si ese mismo llamado sigue teniendo vigencia ahora, casi treinta años después.

Si el electorado se inclina a favor de quien desprestigia a su adversario y rehúye darle su confianza al que trata de elaborar propuestas concretas y mensajes positivos, habría que asumir entonces que la paz y el entendimiento ya no son valores relevantes en nuestra sociedad, sea por costumbre o por auténtica convicción.

Algo similar puede decirse de reclamos respecto al uso de garabatos, las conductas sexuales, el respeto y muchos otros asuntos que suelen inundar las redes sociales. Si el comportamiento electoral no es coherente con esos alegatos, habría que dudar de su relevancia en el conjunto de la sociedad chilena, o suponer que los políticos definitivamente han perdido todo contacto con la realidad.

Hay, sin embargo, una conclusión más grave para extraer. Si el clamor por el fin del odio no prende como tema de campaña, quiere decir que el cambio social que hemos experimentado en treinta años ha estado mal orientado. De seguirse esa tendencia, lo más probable es que el próximo slogan convoque a odiar a cualquiera con el que no esté de acuerdo, lo que, puesto así, es totalmente ridículo.

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