La reciente renuncia de Claudio Orrego a la Democracia Cristiana deja una serie de cuestionamientos que no han tenido -a mi juicio-la atención necesaria. Se trata de una figura histórica del conglomerado que, además, se desempeña en el cargo subnacional más relevante y significativo del país. Sin embargo, pese a su peso relativo, su decisión pasó derechamente inadvertida, lo que demuestra la naturalidad que han tomado estos procesos. Es cierto que a nivel de gobernación la dependencia política puede significar poco, pero el problema es que también se han extendido con la misma naturalidad al mundo parlamentario. Los partidos políticos se han vuelto tan criticados que ya rayan la insignificancia, importando poco los efectos de estas repentinas desafiliaciones.
Es cierto que lo que ha sucedido con Claudio Orrego no puede sino entenderse en el marco de una (ya no tan debatida) crisis en la propia DC. El escenario post-plebiscito -incluidas las críticas de relevantes personeros sobre las medidas tomadas por las "cúpulas"- solo vino a materializar ciertas decisiones que se gestaban desde hace bastante tiempo. Después de todo, no es tan sencillo romper relaciones de fidelidad luego de 20, 25 o 30 años.
Sin embargo, asumir las particularidades propias del "caso DC" no nos exime de reflexionar sobre aspectos más trascendentales que afectan a todos los partidos. Ya la convención fallida demostró el decaimiento de estas relevantes instituciones, con grupos y subgrupos que -consciente o inconscientemente- terminaron por profundizar la desarticulación e irrelevancia. Viviendo en Sudamérica, el estado de salud de los partidos no es un asunto baladí. Salvo Uruguay (quizás), el resto de los países parecen estar constantemente conviviendo con la fugacidad de sus conglomerados.
Lo anterior es especialmente trágico, pues bien sabemos que el rol que cumplen los partidos es esencial. No por nada Ziblatt y Levitsky los consideran como los "guardianes de la democracia". Es innegable que se trata de organizaciones que enfrentan la desconfianza y el desarraigo ciudadano, pero eso no se puede transformar en una invitación a prescindir de ellos, sino más bien en un incentivo a trabajar en propuestas que ofrezcan soluciones efectivas a los problemas de fondo.
Sin ir más lejos, el triunfo de los "Not-Partidos" (esto es, la Lista del Pueblo y el Partido de la Gente) terminó transformándose en muestra viva de la relevancia de las organizaciones políticas y electorales (por asuntos de control, democracia interna, financiamiento, publicidad, entre otros). Después de todo, pese a que necesitamos organizaciones ágiles y flexibles que recojan e interpreten las verdaderas prioridades ciudadanas, estas deben estar, al mismo tiempo, supeditadas a la transparencia y al control permanente. Las labores que cumplen -resumidas en la persecución de una democracia saludable- son demasiado relevantes como para apostar por la degradación y desregulación.
Pero pese a que parecemos tener un diagnóstico más o menos compartido, resulta especialmente curioso que poco y nada hagamos para fortalecer a esos "guardianes de la democracia". Son demasiadas las oportunidades que seguimos desaprovechando. Para qué hablar de la fallida convención, que terminó con una propuesta genérica de "organizaciones políticas" que equiparaba electoralmente a partidos con independientes.
Las salidas no serán sencillas, pero desde luego que existen. De partida, los mismos partidos deben asumir que tienen un largo camino que recorrer. Necesitamos reestablecer confianzas y, en parte importante, esa tarea depende de ellos. Pero también es un hecho que desde la sociedad y la academia debemos enfrentar el problema con mayor decisión. Existe bastante acuerdo sobre la relevancia de los partidos, pero muy pocas propuestas para fortalecer la legitimidad que tienen (una excelente excepción es el análisis crítico de Macarena Granese (CEP), que propone medidas concretas a debatir).
Es muy probable que las actuales narrativas "anti-políticas" sigan existiendo y prosperando, por lo que el desafío de fortalecer a los partidos continuará. El debate constitucional que se reabre será una nueva oportunidad para impulsar mejoras. Es de esperar que esta vez no la desaprovechemos.
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