Un acuerdo en suspenso

La continuidad del proceso constituyente vive días decisivos. Pese a que la cita del senador Macaya con el Presidente Boric parece haber despertado más suspicacias que soluciones, las negociaciones se han retomado con inesperada premura, lo que demuestra que la convocatoria del Mandatario al timonel de la UDI sirvió como medio de presión para que los partidos se vieran forzados a hacer las concesiones necesarias -indispensables- para posibilitar un acuerdo.

Tener un acuerdo a la vista (que esperamos se materialice durante las próximas horas) pone sobre la mesa varios escenarios importantes. En primer lugar, pasan al olvido las voces que abogaban, tanto desde la derecha como la izquierda, por dejar atrás la idea de un nuevo órgano constituyente: los primeros, defendiendo la idea de encargar la labor enteramente al Congreso; los segundos, aduciendo que el momento constituyente ya habría precluido -siendo que lo único precluido es el ánimo refundacional que ellos mismos sepultaron-.

Que estos caminos queden atrás es una gran noticia tanto para el país como para la derecha: para Chile, pues urge llevar cuanto antes el cambio constitucional a buen puerto, cerrando el capítulo y volcando la mirada hacia las muchas urgencias sociales y políticas que el país enfrenta; y para la derecha, pues cuesta imaginar un momento histórico con mayor simbolismo para demostrar que su proyecto político no descansa en la mera defensa del status quo, sino en ofrecer cambios bien hechos, con legitimidad social, con una agenda ofensiva y ambiciosa. Además de cumplir la palabra empeñada durante la campaña del Rechazo, por cierto.

Somos muchos lo que creemos que, más allá de su legitimidad social, la de 1980 es una gran Constitución, tanto jurídica como políticamente. Pero dicho eso, ¿por qué no creer que de este nuevo órgano puede resultar una mejor que la que hoy tenemos? ¿Una más moderna, más eficaz en la canalización de las demandas ciudadanas, con instituciones que permitan disminuir la brecha que media hoy entre la ciudadanía y la clase política? Por lo pronto, un aspecto urgente de modificar es el diseño del sistema político y su conjugación con el sistema electoral, cuya reforma de 2015, a través de la Ley 20.840 que reemplazó el sistema electoral binominal, nos heredó un sistema político fragmentado e ineficaz.

Por definición, los presidencialismos se llevan mal con la fragmentación parlamentaria, pues se arriesga el peligro de generar presidentes que, electos por mayoría, luego tengan que gobernar en minoría, como ha ocurrido en las últimas dos administraciones. ¿Por qué esto es un peligro? Porque la gobernabilidad se debilita y, debilitada, pueden pasar cosas como que la política institucional entre en un estado de parálisis, en que tenemos un gobierno limitado a ejecutar muy poco de su programa, alimentándola distancia entre una clase política con pocas herramientas para resolver problemas, y una ciudadanía con cada vez menos paciencia para tolerarla.

Existe aquí un noble primer objetivo por el cual la derecha puede jugarse ofensivamente por liderar la construcción de esta nueva carta fundamental. Primer objetivo que, sin embargo, imposibilita al mismo tiempo la idea de pasarle la responsabilidad completamente al Congreso, pues la opción de introducirle mejoras sustantivas al sistema político se reduce radicalmente si es el Congreso el encargado de la redacción del nuevo texto: cuesta imaginar a los parlamentarios incumbentes redistribuyendo competencias que probablemente querrán diseñar en base a cálculos sobre beneficios propios de corto plazo.

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