En un libro póstumo que reúne doce clases magistrales del escritor italiano Umberto Eco, dictadas entre 2001 y 2015, el autor cita al filósofo Bernardo de Chartres, del siglo XII, quien decía que “nosotros somos como enanos que están a hombros de gigantes, de modo que podemos ver más lejos que ellos no tanto por nuestra estatura o nuestra agudeza visual, sino porque, al estar sobre sus hombros, estamos más altos que ellos”.
Esta reflexión, recogida por muchos otros pensadores a lo largo de la historia debiera ser una perspectiva desde donde mirar el proceso constitucional que comenzaremos a vivir, de forma inédita, el próximo año. Porque a veces pareciera que en el proceso de constituir un nuevo pacto social, esta vez de forma democrática como nunca antes, hay una cierta resistencia a abordar y a profundizar sobre los contenidos de dicho proceso que, por cierto, debiera ser uno de los elementos aglutinadores de voluntades y de unidad.
En el prólogo del documento “Bases y fundamentos de una propuesta constitucional progresista” (Zúñiga, Peroti, 2020), dado a conocer recientemente, el Premio Nacional Agustín Squella, nos dice que “la Constitución de un país, lejos de constituir un texto normativo lejano, frío, abstracto y general, está fuertemente imbricada con los derechos de las personas con fuerza y no por la fuerza”. Se trata, ni más ni menos, señala el profesor de la Universidad de Valparaíso, que de la “dignidad humana, porque no puede ser otro el punto de partida de una Constitución democrática”.
Siguiendo la línea que se desarrolla a lo largo de esta propuesta que busca aportar al proceso constituyente, hay que decir que las cincuenta y dos leyes de reforma a la Constitución del 80 no fueron suficientes para lograr avanzar hacia un marco verdaderamente inclusivo y plural. Por eso, el camino que hoy transitamos apunta a ir abriendo la alternativa para la construcción de una “democracia paritaria”, así como el reconocimiento y respeto a la diversidad, el diálogo y la plurinacionalidad.
Porque, aunque con matices seguramente, lo que queremos quienes siempre soñamos con el día en que terminaríamos con la Constitución de Pinochet es aportar a la edificación de una república democrática, representativa y participativa, con un Estado que reconozca en las regiones el motor de desarrollo y un centro de decisiones administrativas fundadas, desde los territorios, en el principio democrático.
Por cierto, comparto como indica el texto de Zúñiga y Peroti, que la nueva Constitución también deberá ser heredera de una tradición institucional que se remonta a la fundación del Estado nacional, exigiendo un explícito reconocimiento de la laicidad estatal y el respeto de todas las creencias y cultos o la pertenencia a sociedades éticas que se constituyan en conformidad a la ley. Este principio implicaría, por tanto, “la supresión de símbolos, signos, señales, ritos, imágenes o rótulos de raíz religiosa en lugares públicos, instituciones del Estado y en establecimientos educacionales del Estado o que reciban financiación pública. Asimismo, de este principio se desprende la eliminación de juramentos e invocaciones de alcance religioso en el ámbito público”.
Demás está decir que confiamos en que la nueva carta magna que surja de este proceso incluirá, con mucha más convicción y detalle que la impuesta en dictadura, considerará el tener y garantizar un medio ambiente saludable y ecológicamente equilibrado, buscando consagrar el principio de solidaridad entre las generaciones actuales y las venideras. Porque para construir una nueva sociedad para los ciudadanos del siglo XXI debe partir por considerar la conservación, protección y restauración de aquellos recursos naturales que no sólo son una postal o un commodity, sino un derecho y un soporte de la vida en todas sus expresiones.
Pero todas o muchas de estas aspiraciones o sueños que quisiéramos ver materializados en la nueva Constitución, no son anhelos nuevos.
Son de muchas formas, la prolongación de un demasiado largo e injusto camino que como sociedad hemos vivido, debiendo soportar un Estado original fundado en la hacienda de la zona central y su cultura del patrón y el inquilino, que siempre miró con desconfianza a los territorios que no fueran Santiago y que basó siempre su “progreso” en lo que les sobrará a banqueros y grandes comerciantes.
Pero siempre hubo en cada época hombres y mujeres que fueron esa conciencia necesaria para mostrar y educar acerca de lo que faltaba y de la necesidad de luchar contra esas carencias, muchas veces evitables.
Allí estuvieron Luis Emilio Recabarren, Eloísa Díaz, Clotario Blest, Elena Caffarena e Inés Enríquez, solo por nombrar a algunos y, por cierto, allí estuvo Salvador Allende, que como médico, como socialista, como parlamentario y como Presidente hizo pedagogía política por décadas, develando las injusticias sociales y tratando de cambiarlas por más justicia y dignidad.
Si hemos llegado hasta este punto y ya iniciado este nuevo siglo nos aprontamos a ser testigos de un hito, que los libros de historia recordarán para siempre, es porque pese a todo existieron esos gigantes sobre cuyos hombros pudimos siempre mirar ese mejor futuro que siempre se veía tan lejano.
Hoy estamos más cerca que nunca, pero para pensar en un futuro que ya no nos pertenece.
Porque como dice Umberto Eco, “tal vez en la sombra se mueven ya gigantes, que desconocemos todavía, dispuestos a sentarse sobre nuestros hombros de enanos”.
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